LA CRUZ COMO REFERENTE DEL ÁRBOL EN EL CEMENTERIO DEL ESPEJO (MÉRIDA, VENEZUELA)


La asociación medieval de la cruz al árbol aún se mantiene. Junto a la definición que lo determina como el “patíbulo formado por un madero hincado verticalmente y atravesado en su parte superior por otro más corto, en los cuales se clavaban o sujetaban las manos y pies de los condenados a este suplicio”, permanece la indicación: “Parte del árbol en que termina el tronco y empiezan las ramas”. El señalamiento es pertinente. No implica el que la vigésima primera edición del Diccionario de la Real Academia Española registre con carácter novedoso a la cruz en alguna de sus variantes conceptuales. Todas permanecen; todas son igualmente lícitas. Y de tales variantes sólo una compete a estas líneas: la cruz del Evangelio, a bien decir, de un travesaño.(1)
En el Cementerio del Espejo una minoría de cruces de un travesaño se ejecutan de forma particular. Su proyecto no responde a una tipología exclusiva y, en consecuencia, concreta. Es de reconocer que para este tipo de cruz cuyo diseño recrea la textura del árbol las variantes son múltiples. Sea en bulto o en labores que resalten sobre planos, formando parte de un programa iconográfico o no, acompañadas de motivos florales o sin ellos, permanecen en reducido número –once-, insertándose a su vez en una de las áreas estipuladas para el acometimiento del cementerio: la estética.
Tal área involucra el reconocimiento del carácter abierto de un concepto, el de arte, donde no menos abiertas deben de resultar sus definiciones. Así, junto a las sucesivas versiones y correcciones de la noción de arte como hacer y como imitación de la realidad circundante, el arte ha sido también interpretado como juego, como expresión y como lenguaje. Justamente, y en miras de analizar un determinado espacio, el cementerio, y sus componentes, las tumbas, se imprime un señalamiento básico, justificador: el arte no es primariamente comunicativo, sino que, ante todo, es significativo. Es de explicar. Frente al proceso de comunicación que exige una respuesta concreta al contenido de la información, la acción artística solicita una interpretación. ¿Cómo no ver a las cruces del Evangelio ya mencionadas como dueñas de una organización formal y de un significado potencial, fortalecidas por la ambigüedad de lo artístico?(2) El valor estético no es un estado ni puede garantizarse de una vez por todas, pues es un proceso impulsado por la lectura abierta e inacabada de cualquier obra. La valoración depende en mayor medida del juicio artístico que del gusto. Éste se entiende como una disposición anímica o un movimiento espontáneo de la sensibilidad estética individual; aquélla, en cambio, formula una estimación de las mismas basada en criterios de cierta consistencia.
Manteniendo tales delineamientos respecto al número de cruces referentes del árbol en el Cementerio del Espejo, se presenta la siguiente división: cruz sola sin motivos vegetales, cruz sola con motivos vegetales, cruz como parte de un programa iconográfico, cruz abstracta.(3)
En todas las formas se conserva la idea de referencia mencionada. Ello, en cuanto expresan relación, como cruces, a otra cosa, el árbol. Este hecho lo adjudican la textura, la forma y la ubicación. La textura no sólo enfatiza las canalizaciones de la superficie, sino también la disposición de las partes. La representación o determinación de la materia, es decir, la forma, indica sin lugar a dudas la referencia; hecho que resulta potenciado por la ubicación, no sólo en el universo del cual es componente, el cementerio, sino además por obedecer a la recreación de un lugar: el Gólgota.(4)
En la unión de tales elementos, imposible afirmar que estas representaciones cruciformes convengan únicamente a la tradicional disposición de dos intersecciones, una vertical, otra horizontal. Textura, forma y ubicación enriquecen el símbolo fundamental de una fe, para continuar manifestándose a través de otros añadidos: motivos vegetales y presencias angélicas. Cruces todas, por ende, referentes de la cruz de Cristo, del árbol innominado cuyo destino fue servir de instrumento para el martirio, y manifestaciones directas de una tradición cuyos más claros antecedentes se ubican antes del siglo XI. Es de explicar la imprecisión. De la poesía compuesta en Inglaterra entre el siglo V y el año que cobija la conquista normanda, 1066, sólo han permanecido una selección corta de textos, cuyas fechas, a excepción de algunos juicios apreciativos que dictan si son más o menos antiguos, no se establecen. Una de las llamadas “elegías anglosajonas” registra una visión, y se le suele titular: “La visión de la Cruz” (The Vision of the Cross).(5) En “el mejor de los sueños” aparece un “maravilloso madero”, el “árbol de Victoria”, para relatar la Pasión de Jesús. Lo erigieron en el Gólgota y sufrió todo con la imposibilidad del movimiento, “No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor”. Borges (1997, p. 879) observa que “hasta ese momento el poeta ha usado las palabras árbol, árbol de la victoria, horca, patíbulo, pero cuando la cruz se siente abrazada por ‘el joven guerrero, que era Dios Todopoderoso’, oímos por primera vez la palabra cruz.”
Y “cruz fui levantada”. La importancia de tal elemento, como puente más que como símbolo,(6) habría de consolidarse. A partir del siglo XI “se visitan las tierras de Jesús, se realiza el Víacrucis y se conoce su sepulcro. Surge así una nueva sensibilidad que tiende a valorar más la realidad humana del Señor, su pasión y su muerte, y la cruz comienza a tener un nuevo significado” (Curros, 1991, pp. 66-67).
Chevallier y Gheerbrant (1999, p. 366) recuerda una edición de 1491 de La Divina Comedia, donde en grabado se muestra a la cruz “en medio de un cielo estrellado y lleno de bienaventurados en oración”, pues resulta “el símbolo de la gloria eterna”. El pasaje de Dante (Paraíso, XIV, 104-108) vence la monotonía de la evocación: “Ché quella croce lampeggiava Cristo/ Sí, ch’io non so trovare esemplo degno:/ Ma chi prende sua croce e segue Cristo,/ Ancor mo scuserá, di quel, ch’io lasso,/ Vedendo, in quell’albor, balenar Cristo.”
Se mantiene, en consecuencia, la perspectiva de fe a través del símbolo; haciendo parte, incluso, de representaciones propiamente teológicas. Tal el caso de la cruz sostenida por la diestra de Dios-Padre. La exaltación de la cruz es la exaltación de Cristo.
La sola representación cruciforme impide mostrar rasgos de ignominia; al contrario, figura al Hijo que sufrió el dolor, asumió la muerte y recibió la gloria. Asume un papel preponderante, más, incluso, que otras representaciones cristológicas, como el clípeo o mandorla, el crismón y las representaciones teriomórficas (cordero, león, pez).
La decoración vegetal en las cruces no hace más que reforzar la tendencia significativa y formal hasta ahora especificada. Renovación, vida multiplicada, abundante, son las ideas que expresa el árbol de la Cruz al contraponerlo al de la Caída.(7)
Incluso se mantiene en la escultura que recrea, en su abstracción, la porosidad militante de la madera bruta para hacerse puente, límite entre lo tangible y lo supramaterial, conviviendo con un espacio reducido, la tumba, elevándose sobre otro mayor, el cementerio, siendo idea, desprendiéndose, a fuerza de altura y carga semántica, de una urbanidad, la ciudad. Obra de Manuel de la Fuente (Cádiz, 1932), este bronce expone, ciertamente, conceptos imposibles de obviar. La competencia del lugar, del ámbito, del sitio donde se le ubica y que permite, en razón de tenerlo como componente de un universo, una interpretación del mismo. No poseería idéntica carga semántica si ocupara espacio en
un museo o un parque. A esto se une la presencia consciente de una abstracción, hecho que hace a la escultura desasirse, aunque a su vez esté innegablemente integrada a él, poco más del lugar para existir por ella misma. Es conjunción de árbol y elevación. Es cruz.
Así, aparece y se mantiene una expresión simbólica particular en el Cementerio del Espejo. Ello para desenvolverse como pilar de una fe, para mantenerse en la expresión de una esperanza.

NOTAS

(1) Las otras, complementos todas del cristianismo al ideario crucífero, son la cruz de la Tau (T), de dos travesaños, de tres travesaños, de pasión, de resurrección, griega de uno y dos travesaños.

(2) Cosa que no es desfavorecida por la “producción en molde”, si bien no se puede hablar de su carácter único.

(3) Pues, para el caso y como se verá, se separan las cualidades de un objeto, la cruz, para considerarlas separadamente o en su pura esencia o noción.

(4) Lugar de la Calavera, en latín “Calvarius".

(5) “Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus lechos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz extenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios: no era aquel por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel árbol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el árbol del Señor.
Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que debieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemorizado por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar colores y ornamentos –por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros-. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:
‘Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui talada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apoderaron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espectáculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus criminales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para subir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma superficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.
Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopoderoso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a precipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.
Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.
Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba bañada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones debí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tormento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.
Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe; y yo vi todo aquello.
Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me incliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de sangre, herida por las flechas.
Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observando allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.
Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepulcro a la vista de quien le había dado muerte. Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.
Mas nosotras permanecimos allí largo rato, fojas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron; el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra –ése fue un horrible destino- y fuimos enterradas en un pozo profundo.
Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata.’” (Líneas 1-77. Traducción del inglés antiguo por Martín Hadis, en Arias, M. y Hadis, M., 2000, pp. 375-377).

(6) La idea de la ascensión en la continuidad temporal la brinda la cruz latina, puente cuyo desarrollo parte desde la cruz griega –de brazos iguales- simbolizando, ya como es hoy día -con el travesaño alto-, el deseo que implica “la tendencia a desplazar de la tierra el centro del hombre y su fe y a ‘devolverlo’ a la esfera espiritual” (Jung, 1992, p. 245).

(7) “Las leyendas que establecen un paralelismo entre el árbol de la caída y aquel del que se hará el madero de la cruz tuvieron en la Edad Media una aceptación enorme, como lo atestiguan innumerables textos. Esta asimilación entre la suerte de Adán y la de Isaí-Jesé, entre el árbol de vida de la cruz y el árbol de la muerte del Edén, no debe sorprendernos: está relacionada con esa necesidad de simetría propia de la Edad Media, característica del espíritu simbólico y del sentido de la tipología” (Beigbeder, 1995, p. 48).

BIBLIOGRAFÍA

Arias, M. y Hadis, M., comp. (2000). Borges profesor. Curso de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires: Emecé.

Armstrong, K. (1995). Una historia de Dios. Barcelona: Paidós.

Beigbeder, O. (1995). Léxico de los símbolos (2ª ed.). Madrid: Encuentro.

Borges, J.L. (1997). Obras Completas en colaboración. Barcelona: Emecé.

Bühler, J. (1946). Vida y Cultura en la Edad Media. México: Fondo de Cultura Económica.

Chevallier, J. y Gheerbrant, A. (1999). Diccionario de los símbolos (6ª ed.). Barcelona: Herder.

Curros, M. A. (1991). El lenguaje de las imágenes románicas. Madrid: Encuentro.

Eco, U. (1997). Arte y belleza en la estética medieval. Barcelona: Lumen.

Grabar, A. (1991). Las vías de la creación en la iconografía cristiana. Madrid : Alianza.

Jung, C. G. (1992). El hombre y sus símbolos. (5ª ed.). Barcelona : Luis de Caralt.
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