INMIGRANTES, MUROS Y FRONTERAS
INMIGRANTES,
MUROS Y FRONTERAS
por
Musa Ammar Majad Rondón
2015
Hijo de inmigrantes, como soy, puedo señalar
que este tema me atrae. Más allá, claro está, de los reduccionismos que
establecen a la inmigración como “la entrada a un país o región de personas que
nacieron o proceden de otro lugar”. La inmigración lleva implícita un
corolario: es la contraparte, la contrapartida de la emigración. Esto es: si
emigrar implica la salida de personas de una región, inmigrar refiere a la
entrada de éstas a otra. Visto así, pierde el mote de anarquía o caos que puede
colocársele, adquiriendo, a diferencia, más tonalidad de proceso, de sistema.
Un
sistema está constituido por elementos de entrada y de salida, más los procesos
del medio. Si, además, está influenciado por el entorno o medio ambiente, se
trata de un sistema de carácter abierto. No resulta descabellado visualizar,
bajo la teoría sistémica y cultural, los procesos migratorios. Y sí, este
artículo viene a “responder” a un tema que está en boga: los inmigrantes, los
muros y las fronteras.
Primeramente,
debe rescatarse lo siguiente: los procesos migratorios son inherentes a la
especie humana (como a muchas otras especies). Básicamente, y la historia lo
señala, estos procesos nacen del instinto de conservación de la especie más que
del individuo. Ello resulta de una suerte de evaluación comparativa del entorno
actual versus otro diferente. Este “otro diferente”, en el caso del ser humano,
fecundo en imaginación y construcciones sentimentales, puede o no existir en la
realidad. Y esto es porque inmigrar sugiere ir en búsqueda de un sueño, un
anhelo, un destino, un deseo, un mundo-otro.
¿De qué se escapa? En resumidas cuentas, de la falta de oportunidades,
del miedo a no despertar, del temor a que nuestros seres queridos no se
desarrollen (en todos los planos). La causa puede ser la violación sistemática
de Derechos Humanos, la guerra, la inflación galopante, el autoritarismo, la
periferia, entre otras. Más allá de esto, lo que aparece antes que nada es la
comparación.
Por ende, la pregunta más oportuna sería: ¿qué lleva a comparar la vida
cotidiana de un país con la de otro? Incluso, al dejar la mera reflexión, esto
puedo ser trasunto para establecer un nuevo “indicador” de la felicidad en los
países. Tendería a ser algo así como “mientras más alto el nivel de felicidad
en un país, menos es el nivel de comparación, en cuanto acto individual,
realizada por sus ciudadanos respecto a los de otras latitudes”. Lógico, esta
comparación no implica que necesariamente, como condición sine qua non, la persona que la realiza haya viajado al exterior
previamente. En una ciudad en guerra, un país agobiado por la hiperinflación,
una región azotada por el hampa, cualquier otro lugar es mejor. A esta
conjetura natural, se suman las posibilidades de la globalización: noticias de
terceros, el internet, la televisión mundial.
Además, la inmigración es tan antigua como antigua es la profesión más
antigua del mundo. Sí, es tan pretéritas como la humanidad. Es por ello que la
migración aparece en las relaciones remotas de casi todas las religiones y
culturas. Ya la tradición judeocristiana menciona la expulsión del hombre por
el Creador después del pecado original. Esta es, quizá, la primera referencia a
una especie de migración forzosa. Así, también están el Éxodo o Huida de Egipto,
los 40 años de la vida en el desierto del Sinaí, el establecimiento en Canaán.
En el Islam, célebre es la huida de Mahoma desde La Meca a Medina (Hégira).
Mitos, dirán algunos. Pero los principios darwinistas aquí también
vienen al rescate. La teoría de la evolución y el hallazgo de restos fósiles en
África indican que los seres humanos tuvieron un origen común desde donde
emigraron en distintas direcciones. En este orden de ideas, hechos como el
descubrimiento del fuego permitieron que los seres humanos se trasladaran e
instalaran en lugares remotos y adversos por su clima frío. Igualmente, la
agricultura, aportada por la Revolución Neolítica, junto con la ganadería y
domesticación de animales, la metalurgia, las embarcaciones, la Revolución industrial,
el ferrocarril, el motor de explosión, entre otros, hicieron su aporte
fundamental.
Si
inmigrar es tan natural como la vida misma, causa estupor ver la manera como en
distintos países de Europa se endurecen cada día más, bajo los principios de la
xenofobia, muchas veces, las políticas en contra de la inmigración. Así, por
ejemplo, Italia logró aprobar en la Cámara de Diputados una ley que facilita la
expulsión de los inmigrantes irregulares, obligando la denuncia interna al
sancionar la omisión. Esto después de una oleada de inmigrantes en 2008. Grecia
hizo lo propio en 2009, cuando destruyó con máquinas excavadoras un campamento
de inmigrantes irregulares. Alemania es ejemplo reciente; lo mismo el muro o
valla que levanta Hungría. A veces parece que se censura en el tema de los
inmigrantes que mueren en el mar. Y esto no es sólo en Europa. El continente
americano también tiene lo suyo en esta materia.
Es
como si se dejara de lado, con inocencia aparente, el artículo 13 de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos: “toda persona tiene derecho a
circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”, o
“toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a
regresar a su país”. No obstante, los puristas alegarán que esta declaración no
puede ir en contra de los derechos humanos de la población de los países de
inmigración.
No
se trata de eso. Se trata de un examen de conciencia.
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