El ensayista francés Gérard Wajcman propone en El objeto del siglo, libro publicado en 1998, un concurso interesante: "¿Y si a la hora de soplar las velas de este siglo centenario se abriera un concurso para designar el Objeto del siglo XX?". La pregunta parece caprichosa, arbitraria, banal. Sin embargo, Wajcman se las ingenia para jugar con ella, estirar el suspenso y finalmente escribir un ensayo contundente sobre el estatuto de la imagen contemporánea.
Primero Wajcman da una serie de opciones: el cohete, la minifalda, la botella de plástico, el átomo, el comprimido de penicilina, la línea de cocaína, el Empire State, entre otras. Estos, para el autor, no son objetos; son, simplemente, "artículos de celebración y propaganda". Avanza entonces sobre una reflexión del filósofo Jean-Christophe Bailly en torno a las ruinas. Más allá de Bailly, que las circunscribe al siglo XX, Wajcman se percata de que la ruina, como imagen, aparece a lo largo de toda la historia.
Y no se equivoca. No es esta una observación efímera; es profunda y consistente: las ruinas han existido siempre, siempre asociadas a una idea de destrucción lánguida y previa; la diferencia estriba en que el siglo XX “es el siglo que inventó la destrucción sin ruina".
La solución final nazi es la prueba de esa paradoja. El extermino de los judíos: la búsqueda del crimen perfecto, el cual no es aquel que queda impune sino, antes bien, es aquel del que nadie sabrá jamás que tuvo lugar. Allí residió la utopía nazi, en no dejar rastros, huellas, testigos. "La esencia de la solución final era volver a los judíos, y volverse ella misma, invisibles". Y es que de las cámaras de gas funcionando no hay fotos, no hay sobrevivientes. El acontecimiento se reconstruye a partir de testimonios, relatos, indicios. Todo para llenar un vacío, dando sentido a una ausencia, merodeando alrededor de una falta, rondando la realidad que nadie ve, perviviendo más allá de la angustia. No en balde en hebreo y en alemán los términos referentes al silencio significan también calma y tranquilidad. En alemán, donde stille es silencio, stillen significa asimismo “calmar” y “amamantar”. Paradójico y lamentable. Pues ¿cómo hacer congruente la realidad con ese lenguaje?
Que estas reflexiones son deudoras de textos como La diferencia, de Lyotard, o Paroles Suffoquées, de Sarah Kofman, es cierto en la medida en que éstos son textos, se perciben cómo textos, que se preguntan sobre el momento en que las víctimas se encuentran en la terrible condición de tener que probar su condición de víctima.
Tal es el requisito imprescindible para que un relato sea testimonio: siempre es un diálogo con lo que no está.
La destrucción del arte implica volver al testimonio. A la afirmación, a prueba de todo, siempre constante como una fe, de una existencia. Es, en la línea de Wajcman, presentar a la imagen como ausencia, como falta, como agujero negro. No en balde Wajcman no elige como ganador de su concurso a un solo objeto, sino a tres: Shoah, documental de Claude Lanzmann sobre el exterminio; La rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp; Cuadrado negro sobre fondo blanco, de Malevitch.
Tal tríada es pertinente. La película de Lanzmann está armada a base de testimonios, relatos de sobrevivientes y testigos como el guardia de la estación donde pasaba el tren cargado de judíos o el peluquero; no muestra los campos de concentración, no se ven fotos desgarradoras. El horror está allí, en la ausencia que circula en el aire como humo de una enorme y fétida combustión. Se mira, sin mirar, una cosa no mirada.
Respecto a la obra de Duchamp, la cual es, simplemente, una rueda de bicicleta sobre un taburete, Wajcman esclarece que “el ready-made consiste en introducir vacío en el objeto". ¿Por qué? Porque los ready-made son objetos "sin". En este caso, una rueda de bicicleta sin neumático; en otros, una pala para nieve sin nieve, un escurrebotellas sin botellas. Se declara una ausencia, una destrucción, una eliminación, una supresión, para hacerla arte mostrando eso que no se puede ver, mirando (repito) sin mirar una cosa no mirada.
En torno al Cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevitch, sólo hay que recordar las palabras de Malevitch sobre su obra: "lo que expuse no era un simple cuadrado vacío, sino más bien la experiencia de la ausencia de objeto".
Y es que, como señalara Jean Baudrillard, “la desaparición no significa el fin, hay un arte de la desaparición y varias maneras de desaparecer. Más allá de la desaparición puede ocurrir algo, y es posible que en esa ficción, en esa reinvención de la ilusión (…), surja algo…”. Ese algo que surge no es una operatividad simbólica idéntica a la del objeto o sistema destruido; es, completamente, otra. Muy probablemente ese objeto otro esté determinado en su significante por las pasiones, junto a otras franjas volitivas (políticas, económicas, religiosas) que lo enmarcan.
Hablar de pasiones es revelador. Indica en qué medida la destrucción implica un algo nuevo. Es desechar la idea de que las pasiones no se estudian. ¿Cómo no intentar estudiar lo que permanece, siempre y a costa de todo? Las pasiones siempre están. La destrucción es la materialización de las pasiones. La destrucción es la pasión hecha acto. Pienso en Thomas Nipperdey:
"En este aspecto cabe aquí la historia de las emociones, la historia del temor y la esperanza, de la alegría y de la agresión, del llanto y de la risa, de la crueldad y la venganza, de la ambición y la magnanimidad, del amor y del odio, de la estabilidad y de la ambivalencia de situaciones sentimentales: esos no son campos delimitables como objetos históricos, pero son elementos de la realidad de la vida, que tienen que ingresar en un análisis sistemático y que pueden insertarse en campos especiales de la investigación histórica. (…) ¿Por qué son los hombres de un mundo y una época pasados tan diferentes, y de qué manera son diferentes?"
Las ruinas nos lo explican.