La Franja de Gaza mide unos cuarenta kilómetros de largo y diez de ancho. Se extiende por la costa mediterránea entre Israel y Egipto. Durante el mandato británico (1917-1948) era una provincia de lo que se conocía como Palestina. Después de la guerra árabe-israelí de 1948, la Franja estuvo bajo la administración militar de Egipto. En 1967 fue ocupada por Israel y así permaneció hasta 1994, cuando se firmaron los Acuerdos de Oslo. Como parte del tratado, la Autoridad Nacional Palestina recibió el 80% del territorio. Desde el inicio de la intifada o levantamiento palestino en el 2000, el ejército israelí realizó numerosas incursiones en la Franja, instaló puestos de control y restringió los desplazamientos de los palestinos. En la zona se construyeron veintiún asentamientos judíos, en los que, hasta 2005, vivían más de 8.000 personas.
La Franja de Gaza es una de las regiones más densamente pobladas del planeta: con una superficie de 360 kilómetros cuadrados es hogar para más de 1,3 millones de palestinos.
Ante semejante situación cómo no recordar el plan de partición de la ONU, al que Israel debe su existencia, y que nunca fue respetado por ese Estado. A partir de 1948 el gobierno de Israel se apropió de, sin indemnización alguna, las casas, las tierras y los medios de subsistencia de los refugiados palestinos. Como hoy ante la masacre de Gaza, hubo algunas voces judías que protestaron. El rabino R. Benjamín escribió: “No tenemos el derecho de crear un hogar nacional con los bienes de otros. Consentir en tal acto es un robo”. William Zukermann fue aún más lapidario: “Un pueblo que durante siglos llevó una vida de refugiados y que comió el amargo pan del exilio, ¿cómo puede comenzar su renacimiento político cometiendo un acto de injusticia contra otros refugiados?”. Tales afirmaciones e interrogantes no pierden, por la conducta amoral del gobierno israelí, vigencia; al contrario, se acentúan con la introducción de nuevos vocablos para describir el drama palestino: campo de concentración, holocausto, apartheid, limpieza étnica. Aquí no entra la exageración: la posición oficial israelí para con los palestinos sigue siendo la misma de cuando Albert Einstein le preguntó a Weizmann “¿qué será de los árabes si Palestina es entregada a los judíos?” y este respondió: “¿Qué árabes? Son tan insignificantes”.
Hoy día, acciones como las de estados Unidos a nivel mundial o la de los israelíes para con los palestinos, se revela ante nuestros ojos como una constante propia de las civilizaciones antiguas y de literaturas primarias como, por ejemplo, el Antiguo Testamento, sagrada escritura para los judíos. Civilizaciones y culturas todas que confundían el Orden Universal con el orden interno del clan, del estado, del grupo étnico. Es lo que se observa en Gaza. Israel actúa como una nueva Mesopotamia, como un nuevo Egipto, como una nueva Sumeria. El Orden del Mundo es su propio orden. De nada valen ya las resoluciones de la ONU, aun cuando fueron estas las que le dieron posibilidad y piso a su existencia como Estado. Bajo esta óptica, Israel muy bien puede hablar de paz, pero es la paz de su propio orden universal. La paz de Israel implica, así, el sometimiento de los otros, la “pacificación” de los demás pueblos, la eliminación de los “enemigos”. La paz de Israel presupone también ir en contra de su propio Dios, que es el Dios de Jesús y la Iglesia, que es el dios que protesta contra esa idea de paz, con muros que dividen y matan etnias.
Creo que el término que mejor describe esta conducta es uno, por antonomasia, judío: shalom. Friedlli lo describe como paz, alegría, libertad, integridad, reconciliación, comunicación, armonía, justicia, verdad. Polisémico sin duda. Pero no es una polisemia con Dios. Shalom es concepto salvífico global, es “salvación”, pero, siempre según Friedlli, no del alma sino del mundo: un mundo material puesto a salvo, a buen resguardo. El Shalom se realiza en el mundo sólo cuando las relaciones humanas están en orden, y estas, para los israelíes, son las suyas propias. Las demás no importan. Quizá la prueba más aterradora de esta convicción israelí, son las fotografías en las que niños israelíes escriben con marcadores mensajes en las bombas que serán arrojadas sobre los palestinos.
Recuerdo un simpático mensaje de texto (SMS), con aire de maldición para quien osara lastimarme, que recibí para fines de año 2008 y principios del 2009: “Que las pulgas de 1500 camellos egipcios se alojen en el trasero de quién intente joderte la vida y que tenga los brazos tan cortos que no pueda rascarse”. Lo traigo a colación por la lectura de la nota escrita por Omar Barghoutti, hace ya algunos días, donde señala: “Un amigo me ha enviado la más original felicitación de año nuevo: ‘Deseo un horrible año 2009 para todos los criminales de guerra y sus cómplices’. No pude menos que pensar si no se podrían contar entre estos ‘cómplices’ algunos de los altos cargos de Naciones Unidas”.
Sí: lo decía por el silencio ante el genocidio en Gaza. Y es que parece que ya sólo queda lugar para la maldición, para la súplica a un Dios inmutable en su silencio, para la plegaria al cielo.
Veo las noticias. Una mujer palestina, con ropas negras que son trasunto del alma enlutada de su gente y del alma negra de sus asesinos, ante la barbarie del bloqueo, de las patrullas aéreas, marítimas y terrestres, de las cárceles y las torturas, del uranio empobrecido, del fosforo blanco, de los racimos que son bombas, del fuego y la ceniza, de los cuerpos y la sangre, de los niños y el llanto, de los gritos y el terror, del Guernica diario. Una mujer palestina de aliento invalidado ante el futuro menos promisorio. Una mujer palestina que declara ante las cámaras sin verlas. Una mujer palestina que suplica a Dios, no vida, no paz, no un cese al fuego, sino venganza. Es lo que hace tanto horror. Es el furor de que Dios haga pagar al asesino, al criminal, al malvado, lo que los hombres, imposibilitados, no pueden y, triste destino, al parecer no podrán. Es la esperanza del desamparado.
Del otro lado del muro, un israelí le dice a otro: Shalom.