UNA REFLEXIÓN EDUCATIVA
Que la verticalidad del sistema educativo se corresponde al proceso complejo de transformaciones planteadas en este párrafo no se corresponde con la realidad. Pues para que lo haga debe subyacer una idea de educación como proceso socrático que busca la expresión auténtica y sincera del educando, a través de la interacción sin trabas con los otros. Porque educar es realizar y promover dicho proceso, procurando un entorno social adecuado que lo facilite.
Por ejemplo, siguiendo esta directriz, Rousseau concibe su pedagogía (Rousseau, 1998). Como es sabido, el proyecto rousseauniano de educación procura la búsqueda de un entorno que no obstaculice el desarrollo de la naturaleza bondadosa del hombre, lejos de la corrupción de una sociedad construida en oposición a dicha naturaleza.
Sabemos, gracias al mencionado pensador ginebrino, que para que la educación sirva verdaderamente a la referida concepción emancipadora de Diderot, debe apuntar a lo interno y a lo externo en el educando, considerando aportaciones de la psicología y la reflexión social. Ello porque la liberación implica una transformación tanto interior como exterior del hombre.
Quizá este optimismo ilustrado (por provenir del tiempo del que proviene) pueda ser visto como de ingenua pureza; no obstante, la balanza del intelecto, a mi juicio, debe de inclinarse hacia él, dejando un poco de lado el pesimismo manifestado por numerosos autores contemporáneos, cuyo análisis y pensamiento se encuentras determinados, las más de las veces, por sucesos históricos bastante tenebrosos (Auschwitz, por ejemplo. Adorno, 1998, 79-92).
La verticalidad no imprime una liberación en el hombre de realidades opresivas; al contrario, las acentúa. Diderot, a diferencia, plantea una liberación factible. Y esa factibilidad viene dada por un agente principal: la educación. Pero, ¿cuál educación? Erich Fromm aúna psicología con reflexión y crítica social para establecer que racionalizar la vida no es intelectualizarla, como se ha creído, sino humanizarla, es decir, hacer que responda a las necesidades específicamente humanas (Fromm, 1992; 1999).
Esta humanización implica el desarrollo de una equilibrada vinculación afectiva con los otros hombres y con el mundo. Tal modo de ser no basa su accionar en la posesión; antes bien, en una especie de amor “maduro” que describe bellamente y reviste de un cierto estilo fraternal que podríamos asociar al igualitarismo político (Fromm, 1974).
Es así que se llega, como factor liberador, predicado en la horizontalidad de un sistema, hermanado con pensamientos como el de Diderot, a la humana necesidad de fraternidad. ¿Es tema esto de una “Filosofía de la educación”, de una Epistemología de la misma, de una pedagogía, si se quiere, contemporánea?
La respuesta es sí. La justificación estriba en que no vivimos vidas plenamente humanas y productivas en la verticalidad de la educación; esto ha de lograrse en su horizontalidad. Y es que la primera ha forjado un modelo de sociedad donde el hombre se “realiza” para no acercarse a su felicidad, vinculándolo con aspectos que empobrecen su existencia y lo oprimen.
Por ejemplo, siguiendo esta directriz, Rousseau concibe su pedagogía (Rousseau, 1998). Como es sabido, el proyecto rousseauniano de educación procura la búsqueda de un entorno que no obstaculice el desarrollo de la naturaleza bondadosa del hombre, lejos de la corrupción de una sociedad construida en oposición a dicha naturaleza.
Sabemos, gracias al mencionado pensador ginebrino, que para que la educación sirva verdaderamente a la referida concepción emancipadora de Diderot, debe apuntar a lo interno y a lo externo en el educando, considerando aportaciones de la psicología y la reflexión social. Ello porque la liberación implica una transformación tanto interior como exterior del hombre.
Quizá este optimismo ilustrado (por provenir del tiempo del que proviene) pueda ser visto como de ingenua pureza; no obstante, la balanza del intelecto, a mi juicio, debe de inclinarse hacia él, dejando un poco de lado el pesimismo manifestado por numerosos autores contemporáneos, cuyo análisis y pensamiento se encuentras determinados, las más de las veces, por sucesos históricos bastante tenebrosos (Auschwitz, por ejemplo. Adorno, 1998, 79-92).
La verticalidad no imprime una liberación en el hombre de realidades opresivas; al contrario, las acentúa. Diderot, a diferencia, plantea una liberación factible. Y esa factibilidad viene dada por un agente principal: la educación. Pero, ¿cuál educación? Erich Fromm aúna psicología con reflexión y crítica social para establecer que racionalizar la vida no es intelectualizarla, como se ha creído, sino humanizarla, es decir, hacer que responda a las necesidades específicamente humanas (Fromm, 1992; 1999).
Esta humanización implica el desarrollo de una equilibrada vinculación afectiva con los otros hombres y con el mundo. Tal modo de ser no basa su accionar en la posesión; antes bien, en una especie de amor “maduro” que describe bellamente y reviste de un cierto estilo fraternal que podríamos asociar al igualitarismo político (Fromm, 1974).
Es así que se llega, como factor liberador, predicado en la horizontalidad de un sistema, hermanado con pensamientos como el de Diderot, a la humana necesidad de fraternidad. ¿Es tema esto de una “Filosofía de la educación”, de una Epistemología de la misma, de una pedagogía, si se quiere, contemporánea?
La respuesta es sí. La justificación estriba en que no vivimos vidas plenamente humanas y productivas en la verticalidad de la educación; esto ha de lograrse en su horizontalidad. Y es que la primera ha forjado un modelo de sociedad donde el hombre se “realiza” para no acercarse a su felicidad, vinculándolo con aspectos que empobrecen su existencia y lo oprimen.
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