A PROPÓSITO DE RICARDO PIGLIA
Mi admiración por el escritor argentino
Ricardo Piglia inició en mi época de estudiante universitario. Entonces
estudiaba para optar al título de Licenciado en Letras. En ese momento había
descubierto, o, al menos, fui el primero en publicar el hallazgo, ciertas
correspondencias entre el filósofo ucraniano E. M. Cioran y el intelectual
venezolano Ben Ami Fihman en la novela Respiración
Artificial de Piglia. El artículo dio pie a que aprobara con la
calificación máxima de veinte puntos la materia Literatura Comparada, que el
diario El Nacional me hiciera y publicara una breve entrevista, que Rafael
Arraiz Lucca me mencionara en uno de sus artículos, que el mismo Ben Ami Fihman
me enviara un correo electrónico. Posteriormente, incluso, escribí una Vindicación del Plagio a partir del
texto de Piglia.
Ricardo Piglia es para mí un escritor
fundamental. Por ello me fue dificultoso entender –sin llegar a hacerlo- cómo
uno de los intelectuales más importantes de la actualidad era sujeto del
siguiente titular de prensa: “Ricardo Piglia, enfermo de ELA, batalla con su
seguro por tener medicinas”. Incluso, hace pocas semanas, hubo una campaña a
través de la web Change.org para lograr activar mecanismos que le permitieran
hacer frente a esta situación.
No se me ocurre mejor forma de recordar
todo lo que Piglia significa que traer nuevamente a colación el artículo “E. M.
Cioran y Ben Ami Fihman: correspondencias en Respiración artificial”.
2016
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Enero, 1979; París comenzaba en la rue de L’Odeon para adquirir, más que
nunca, emboque de agudeza y reflexión, de máxima y aforismo, de postura. Nada
impide imaginar que el venezolano Ben Ami Fihman, acompañado del fotógrafo
Jesse Fernández, terminó de abandonar las escaleras que lo habían conducido al apartamento
del pensador rumano Emil Michel Cioran con la sentencia: un fracasado es “un
hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos y no los explota”.
1980; una madrugada propicia a las confidencias, el joven escritor argentino
Emilio Renzi escucha de labios de Tardewski, polaco escéptico, mientras caminan
por las calles de Concordia, Provincia de Entre Ríos, Argentina, que un
fracasado “es un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos
(...) y no los explota”. La sensación de paradoja queda extirpada cuando
comprendemos que Piglia escribe Respiración
artificial como una refundación de columnas, de soportes
encontrados en los anaqueles, allí donde se desenvuelven los materiales
intelectuales ajenos. No implica una versión contemporánea del palacio
doblemente soñado, primero por Kublai Khan y, siglos después, por Coleridge.
Sí, en cambio, una prueba material de aquello que Borges llegó a percibir como
patrimonio en El escritor
argentino y la tradición, susceptible de ser resumido por un único
sustantivo: el universo. Es de entender. Con el dominio heredado de sus
ascendientes, el escritor nutre, sin devoción, cada una de sus construcciones y
piensa que toda literatura ha de adquirir capacidad de fagocito, ha de ser —a
veces resulta inevitable recurrir a Perogrullo— literatura a base de toda
literatura. Lejos, sin embargo, la vía de la asimilación parasitaria; el
escritor, a fuerza de transformar, destruye en pro de una obra previamente
planeada.
La conjetura es lícita. Hacia la segunda mitad de 1979 Piglia debió de
tener en sus manos un ejemplar del número doscientos once de la hoy
desaparecida revista Eco.
Escribía entonces una novela en la que, por destreza consciente, habrían de
permanecer múltiples referencias culturales cuyo fin mayor postularía el asedio
de posibilidades y componentes históricos, manteniendo una disposición en
serie, recreadora de las descomposiciones que sufre toda circulación cultural,
toda idea. Con la modalidad del relato que interrumpe el desarrollo cronológico
y lineal de los eventos para retroceder a sucesos ocurridos en un tiempo
anterior, con ayuda de la retrospección, Piglia inserta en Respiración artificial,
alterando detalles no sustanciales y propiciando que Tardewski se las refiera a
Emilio Renzi, dos experiencias que Cioran le relató a Fihman. (La experiencia,
aquí, no deviene de lo imaginario ni de los intersticios de la realidad.
Aparece con la lectura para mantenerse como sólo los rumores logran hacerlo:
con la repetición, de texto en texto. Ya Foucault insistió que es menos
propicio al acto de soñar el cerrar los ojos que el leer.) Son de nombrar. La
del saboteador de ímpetus ajenos que escamotea en Cioran-Tardewski cierta
sensación de belleza suscitada por una mujer, al hacer que ésta sea blanco de
la irrupción, en un caso, de un barro infame detrás de la oreja, y, en otro, de
una verruga, que por ser verruga no resulta menos inicua:
Un día estábamos juntos y nos
presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al observar
esto me dice: ¡Ah pero no ha mirado usted su oreja derecha? Le respondo: Está
usted loco, no me interesa. —Pero ande, fíjese. Mire. Al final me las arreglo
para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía un barro infame, en fin, un
barro. Todo se derrumbó. El tipo era el demonio. Su función era sabotear los
ímpetus de los demás. Era un gran conocedor de hombres. (Entrevista con Cioran.)
Una noche, me dice Tardewski,
estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta
muchísimo. Al observar esto me dice: Ah, ¿cómo?, ¿es que no le ha mirado usted
la oreja derecha? ¿La oreja derecha? Le contesto: Está usted loco, no me
interesa. Pero vamos, fíjese, me dijo, cuenta Tardewski. Fíjese. Mire. Al final
me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una verruga
infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. Una verruga. ¿Se da cuenta? El
tipo era el demonio. Su función era sabotear el ímpetu de los demás. Era un
gran conocedor de los hombres. (Respiración
artificial);
y la de la mujer terriblemente fea que
escribe cartas a Cioran-Marconi y que posee una sensibilidad tan extraordinaria
de la vida.
Las similitudes en la sintaxis no se dejan esperar. Es más, reaparecen:
Me interesé por mucha gente así, que
sabía ver el otro lado de las cosas. Tenían un encanto demoníaco. Porque
ejercían la verdadera función del conocimiento, que es destructora. (Entrevista con Cioran.)
Me interesé mucho por gente así, en
los años de mi juventud. Tenían para mí un encanto demoníaco. Estaba convencido
de que esos individuos eran los que ejercían, dijo, la verdadera función del
conocimiento que siempre es destructiva.
(Respiración artificial.)
Las concordancias son múltiples y continúan. Sin embargo, respecto a la
segunda experiencia, el final en Respiración
Artificial no es el mismo que recuerda el filósofo rumano. Según lo
que recoge Fihman de Cioran y Tardewski de Marconi, sabemos: como intelectuales
atraen a los muy jóvenes, a los ancianos y a las mujeres. En determinado
momento de sus vidas recibieron consecuentes cartas de una mujer. Eran textos
“delirantes”, para Cioran, y “excepcionales”, para Marconi. Un día de tantos,
los dos intelectuales —uno bajo el influjo de la música húngara y otro bajo el
opio de Beethoven— deciden verla. Sus razones son válidas en cuanto a reflejos
análogos de una misma miseria: la necesidad de reconocimiento.
Me visto, me pongo una corbata. Estaba
en tal estado que necesitaba a alguien que me dijera: usted es el más grande,
el mejor. Momentos de debilidad, en todo el sentido de la palabra (Entrevista con Cioran).
Me cambio de ropa, me pongo un traje,
una corbata, contaba Marconi. Estaba en un estado de ánimo tan particular que
necesitaba que esa mujer y ninguna otra me dijera: Usted es el más grande, es
el mejor, no hay otro poeta como usted. Momentos de debilidad que uno tiene,
dijo Marconi (Respiración
artificial).
Ambas referencias emplean idéntica coordinación para anunciar el
encuentro: “Abro y al abrir...”. A partir de aquí el monstruo femenino que
eleva su inteligencia a despecho de la fealdad se hace dos. La mujer que
conversó con Cioran le contó su vida a éste. Ahí culmina el episodio. Marconi,
en contraste, conversa con la mujer, de la que sobresale su vida, su
inclinación a la literatura. La historia prosigue más allá del referente, pues
participa de principio, nudo y fin. Tal la labor del escritor: ejecutar la
historia, no la anécdota o la sola idea, que no tiene desenlace.
El relato es el resultado de la organización y manipulación de la
historia. Es su eco parcial, no su copia. Piglia, suerte de Pierre Menard,
muestra así una novela de sólida postura teórico-literaria en la que se borran
fronteras para acceder a la puesta de un montaje narrativo, donde ha sido
necesario captar distintas formas posibles de ficción. Innegable: esta
observación ya es lugar común en la teoría literaria de Piglia e innumerables
veces ha sido reafirmada por la crítica.
Crítica que, al parecer, aún no ha añadido al archivo de referencias
textuales de Respiración
artificial la del venezolano Ben Ami Fihman.
2005
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