LA MALDICIÓN DE PIERRE MENARD



Enero, 1979; París comenzaba en la rue de L’Odeon para adquirir, más que nunca, emboque de agudeza y reflexión, de máxima y aforismo, de postura. Nada impide imaginar que Ben Ami Fihman, acompañado del fotógrafo Jesse Fernández, terminó de abandonar las escaleras que lo habían conducido al apartamento del pensador rumano Emil Michel Cioran con la sentencia: un fracasado es “un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos y no los explota”. 1980; una madrugada propicia a las confidencias, el joven escritor argentino Emilio Renzi escucha de labios de Tardewski, polaco escéptico, mientras caminan por las calles de Concordia, Provincia de Entre Ríos, Argentina, que un fracasado “es un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos (...) y no los explota”.

Así iniciaba La maldición de Pierre Menard, vindicación del plagio publicada en el diario La Portada el seis de junio de 1982, escrita por Z. Poster con la colaboración de Marcelo Silva. Se dice que el artículo sobrellevó al despido de Z. Poster de ese mismo diario, donde había desarrollado su carrera como caricaturista, dos meses después de su publicación.
-Es la virtud del plagio –declaraba Z. Poster ante la mirada incrédula de críticos vituperantes.
-¿Acaso el Quijote no es presentado al lector como una traducción? –preguntaba Z. Poster mientras daba otros ejemplos de versiones creativas. Dante, Shakespeare, Oscar Wilde, Graham Greene, Luciano Michelleti.
-Sobre la idea está la forma –decía Z. Poster, predicando en el desierto.
Vuelvo a su nombre. Z. Poster. Tal la forma con la que se identificaba al pie de todas sus caricaturas. Z. por la necesidad de abreviar el imposible nombre que sus padres le depararon al nacer; Poster por el apodo adquirido gracias a esa particular costumbre de hablar como si estuviera leyendo el mensaje de un cartel publicitario.
¿Los hechos? Despedido del diario La Portada, Z. Poster veía el cielo de Caracas caerse a chorros, como siempre que llovía, mientras el ruido de las sirenas alcanzaba la plaza Francia. La lluvia permanecía con esa fuerza unificadora capaz de contener, quizá transmitir, el conjunto de factores y de símbolos que conformaba la vida. Y con la vida, La Portada, la mesa de trabajo, la comunidad. Ya todo pertenecía a la nostalgia. Z. Poster evocó entonces una partícula, una sílaba, dos letras.
-Yo –dijo. No el pronombre por el pronombre mismo; sí el recurso del que disponía para hacer referencia a su propia humanidad, para designarla y reflexionar sobre ella.
-Yo –repitió y se mantuvo de pie frente a la que siempre le había parecido la única dueña de la certeza de un destino, como sólo pueden serlo aquellos que no piensan en sí mismos ni en los demás, aquellos que están muertos. Y ahora, justamente ahora, sentía a la inmensa escultura enajenada de orgullo. Ese monstruo erecto de textura homogénea aprovechaba la lluvia que calmaba para lanzarle una maldición describible como una lenta metamorfosis nacida en la materia añeja de una serie: señales sutiles, desintegración, languidez y, por fin, cambio. El cambio. Más que un proceso despiadado era una cadena aparentemente irreversible ante la cual lo único que podía hacer era acelerarla.
-Yo –repitió y con ello solicitaba una vindicación.
Decidido a desarrollar de nuevo en una tira cómica las premisas de su anterior éxito, se dio a afrontar la necesidad de encontrar un personaje. Un ser, se dijo, con la doble personalidad que caracteriza a héroes tradicionales, pues esta es la dificultad vital. Ya en una secuencia de Marco y Canela, Marco está realizando un examen en la universidad y decide cambiar papeles con su yo imaginario. Marco, que como lector no tiene reparo en aceptar las convenciones del género de historietas (nunca le pareció absurdo que alguien no reconociera en el periodista Clark Kent al superhéroe de la capa roja), se ve sorprendido cuando el profesor lo identifica por su nombre y no por el de su alter ego. La reflexión de Z. Poster es clara: la ocultación de la verdadera identidad de un personaje en el cómic resulta igual que en el teatro, donde la máscara preserva el secreto y la independencia de los niveles de identificación a pesar de que la voz delate y de que el disfraz sea obvio.
Con la modalidad del relato que interrumpe el desarrollo cronológico y lineal de los eventos para retroceder a sucesos ocurridos en un tiempo anterior, con ayuda de la retrospección, Z. Poster insertó en los esbozos de esa caricatura (sin nombre) que se había empeñado conseguir, alterando detalles no sustanciales y propiciando que A se las refiera a B, dos experiencias que Cioran le relató a Fihman, igual que Tardewski a Emilio Renzi. (La experiencia, aquí, no deviene de lo imaginario ni de los intersticios de la realidad. Aparece con la lectura para mantenerse como sólo los rumores logran hacerlo: con la repetición, de texto en texto. Ya Foucault insistió en que es menos propicio al acto de soñar el cerrar los ojos que el leer.)
Son de explicar. La primera es aquella del saboteador de ímpetus ajenos que gusta de escamotear cierta sensación de belleza suscitada por una mujer, al hacer que ésta sea blanco de la irrupción, en el caso de Cioran, de un barro infame detrás de la oreja, y, en los casos de Tardewski y A, de una verruga, que por ser verruga no resulta menos inicua. Dice Cioran a Fihman:


Un día estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al observar esto me dice: ¡Ah pero no ha mirado usted su oreja derecha? Le respondo: Está usted loco, no me interesa. –Pero ande fíjese. Mire. Al final me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía un barro infame, en fin, un barro. Todo se derrumbó. El tipo era el demonio. Su función era sabotear los ímpetus de los demás. Era un gran conocedor de hombres.

Dice Tardewski a Renzi:


Una noche, me dice Tardewski, estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al observar esto me dice: Ah, ¿cómo?, ¿es que no le ha mirado usted la oreja derecha? ¿La oreja derecha? Le contesto: Está usted loco, no me interesa. Pero vamos, fíjese, me dijo,(...). Fíjese. Mire. Al final me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una verruga infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. Una verruga. ¿Se da cuenta? El tipo era el demonio. Su función era sabotear el ímpetu de los demás. Era un gran conocedor de los hombres.

Para lograr las palabras justas, Z. Poster toma la primera oración de Cioran, la siguiente de Tardewski, la tercera de Cioran, así continuamente, propiciando que A le diga a B:


Un día estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al observar esto me dice: Ah, ¿cómo?, ¿es que no le ha mirado usted la oreja derecha? Le respondo: Está usted loco, no me interesa. Pero vamos, fíjese, me dijo. Al final me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una verruga infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. El tipo era el demonio. Su función era sabotear los ímpetus de los demás. Era un gran conocedor de los hombres.

Otra experiencia es la de la mujer increíblemente fea que escribe cartas a Cioran, a Marconi, un conocido de Tardewski, y a C, un conocido de A. Según lo que recoge Fihman de Cioran, Tardewski de Marconi y A de C, sabemos: como intelectuales atraen a los muy jóvenes, a los ancianos y a las mujeres. En determinado momento de sus vidas recibieron consecuentes cartas de una mujer. Eran textos “delirantes” para Cioran, “excepcionales” para Marconi y “extraordinarios” para C. Un día de tantos, los tres intelectuales –respectivamente bajo el influjo de la música húngara, Beethoven y Pink Floyd- deciden verla. Sus razones son válidas en cuanto a reflejos análogos de una misma miseria: la necesidad de reconocimiento. Dice Cioran a Fihman:


Me visto, me pongo una corbata. Estaba en tal estado que necesitaba a alguien que me dijera: usted es el más grande, el mejor. Momentos de debilidad, en todo el sentido de la palabra.

Dice Marconi a Tardewski:


Me cambio de ropa, me pongo un traje, una corbata, (...). Estaba en un estado de ánimo tan particular que necesitaba que esa mujer y ninguna otra me dijera: Usted es el más grande, es el mejor, no hay otro poeta como usted. Momentos de debilidad que uno tiene...

Dice C a A:


Me visto, me pongo una corbata. Estaba en un estado de ánimo tan particular que necesitaba que esa mujer y ninguna otra me dijera: Usted es el más grande, es el mejor, no hay otro poeta como usted. Momentos de debilidad, en todo el sentido de la palabra.

Las tres referencias emplean idéntica sintaxis para anunciar el encuentro: “Abro y al abrir...”. A partir de aquí el monstruo femenino que eleva su inteligencia a despecho de la fealdad se hace tres. La mujer que conversó con Cioran le contó su vida a éste. Ahí culmina el episodio. Marconi y C, en contraste, conversan con la mujer, de la que sobresale su vida, su inclinación a la literatura. En ambos casos la historia prosigue más allá del referente, pues participa de principio, nudo y fin. Tal la labor: ejecutar la historia, no la anécdota o la sola idea, que no tiene desenlace.
Este no es el caso.
Posted on 8:24 a.m. by Musa Ammar Majad and filed under , | 0 Comments »

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