CONSIDERACIONES SOBRE EL ARTE VENEZOLANO COLONIAL
El núcleo fundamental de las relaciones entre las artes plásticas españolas y americanas se encuentra, a pesar de su aparente claridad formal, en su misma y estricta complejidad de fondo. España trató por todos los medios posibles de implantar en sus reinos de Indias la práctica artística europea, de la que formaba parte, pero dotándola, como resulta obvio, de sus singularidades más concretas. Halló en ultramar una gran diversidad de culturas artísticas, que muchas veces trató de silenciar y otras de asimilar de alguna forma, lo cual no le resultaba difícil por estar acostumbrada a hacerlo en su belicosa convivencia con los musulmanes. Y ello lo realizó en función de dos importantes coordenadas históricas entonces totalmente independientes, heredadas de ese pasado medieval: la religiosa y la eminentemente política, que a su vez también se entrecruzaban. Había que transculturizar todo el complejo universo del catolicismo en un momento de debates y guerras espirituales en Europa con su lenguaje artístico singularmente didáctico. Era necesario, asimismo, establecer en aquellas tierras lejanas una monarquía portadora de unas peculiares formas de representación cortesana, entonces muy novedosas.
En tal marco, Venezuela, al igual que cada región americana, se caracteriza por sus particularidades. Particularidades que emiten diferencias y, por ende, el carácter personal de una individualidad geográfica y cultural. Todo se inserta en lo que muy bien se puede catalogar una situación ex-céntrica. Todo se desenvuelve en las orillas, sin marginar ninguno de los sentidos que éstas tienen: margen, filo, límite, periferia, borde, provincia. Las orillas son un espacio imaginario, americano, que se contrapone como espejo infiel a la madre patria. El arte venezolano de la colonia está inscrito en el límite, y es allí donde cobra sentido, donde se le reconoce y se le cifra. En él se captan resultados propios de un puzzle, pues priman operaciones de recorte, mezcla y transformación.
La condición colonial venezolana hace posible una estrategia. Si la decoración en el exterior del edificio se continúa utilizando en América en puntos concentrados –portales, marcos, zonas altas-, al modo peninsular, no es por mero transplante (1). La propuesta de Bayón resulta significativa: existe en el mundo hispanoamericano “una voluntad de forma que juega con plena lucidez y conciencia con la ‘caja vacía’ de una arquitectura en la que predominan ciertas normas de severidad y el triunfo irresistible del ángulo recto” (2).
Voluntad de forma. Voluntad que, al igual que orillas, implica unos equivalentes: brío, energía, arresto, arrojo, atrevimiento, arranque, ardor, carácter. Al menos, por tales lindes se encamina la propuesta de Octavio Paz para el arte mexicano colonial; ello, cuando afirma que la exageración de los modelos lleva implícito el germen de la rebeldía (3). En el mismo sentido, entonces, habría que señalar que, en contrapartida a la monumentalidad y ofuscación decorativa de la arquitectura propia de México, Bolivia y Perú, estarían las construcciones del Caribe, de sobriedad decorativa. Si unas se dan en la exasperación, otras en la impasibilidad. Si unas, en sus excesos, son producto de la insubordinación, las otras, en sus rechazos de las profusiones, también han de serlo. Si un barroco que gravita en el abigarramiento, en la exacerbación y en la riqueza material se muestra como lo contrario al barroco de la Contrarreforma, pues en el exceso diluye el “mensaje”, el otro, apoyado en una discreción que raya en la timidez, apegado por completo a la circunspección, también. Sin embargo, dichos miramientos competen más al ámbito de la antropología, si no es que ya han sido lo suficientemente propalados por las fogosidades nacionalistas. El hecho innegable insiste en la variedad de los aportes europeos, unidos al carácter provincial de la expresión arquitectónica colonial. No se pueden dejar de lado las condiciones de dependencia, sea en lo económico, sea en lo cultural, la influencia del medio ambiente, haciendo que primen las condiciones sísmicas y los materiales, la mano de obra. No se trata de una producción conceptualmente diferente, sí de un resultado específico, insertado en lo repetitivo. Planta, volumen y espacio son los principios básicos y funcionales que la metrópoli no permite alterar. No así la decoración. Ello como lo señala la catedral de Coro, la primera venezolana, muy relacionada con la de la Asunción. Los dos templos poseen planta basilical de tres naves separados por arcos de medio punto sobre pilares cilíndricos, cubiertas de madera, testero plano y presbiterio poligonal. Estos templos iniciaron en el siglo XVI un tipo de techumbre de tradición mudéjar, especificada como armadura de pares, nudillos y tirantes, que habría de sobrevivir hasta entrado el XIX.
Esa especificidad varía con la zona, con las influencias y con la propensión de eso que mal pudiéramos llamar personalidad prehispánica y que implica al ámbito de las supervivencias. Y es que el transplante del vocabulario formal europeo se produce con gran celeridad, superponiéndose a cualquier aportación determinante y extrapeninsular. Venezuela, orilla ultramarina, recibe con retraso el mudéjar, el clásico herreriano, el barroco, el rococó. Debiéndose además, para acentuar el ritmo y “calidad” de su producción artística, aguardar el empuje mercantil. No es de extrañar. Se sabe que la fundación de la Real Compañía Guipuzcoana fue trascendental para el desarrollo del territorio venezolano, alcanzando su arte una auténtica edad de oro al amparo de la creciente actividad económica basada en los cultivos y comercialización del cacao, el tabaco y la caña de azúcar. Ejemplo igual de aclaratorio es el caso Cubagua, “caso excepcional de un cuerpo que nació, vivió y desapareció totalmente en un lapso no mayor de treinta años” (4). Así también el hecho extraordinario de la permanencia de la techumbre mudéjar hasta el siglo XIX se debió no a su aceptación como estilo, sino a su comprobada durabilidad y economía (5).
Incluso el empuje mercantil, el arribo y permanencia de una clase social rica, refinada e influyente, acarrea indisolublemente la puesta en escena no de una pintura religiosa o mitológica, sino de una pintura “social” en la forma y código del retrato. El retrato en el siglo XVIII, si bien atiende a un sistema de representación codificado donde intervienen elementos como la tarja, el blasón de familia, el cortinaje, los símbolos de estatus, etc., es la muestra más evidente de creación local. Entiéndase esto en cuanto al traslado al lienzo de un modelo de carne, no de cuadros y programas iconográficos accedidos por estampas, ilustraciones de libros o grabados. Ésta forma es antecedente directo de producciones originales –independientemente de que hayan sido fruto del encargo- como la Virgen de Nuestra Señora de Caracas o la Inmaculada Concepción de la Sala Capitular de la Catedral de Caracas, ambas de los Landaeta. No es un afán nacionalista, pero aún allí donde el artista se atiene al modelo, logra expresar su personalidad en base a la libertad creadora del color, como en Juan Pedro López.
Imposible negar que en Venezuela paulatinamente se abre paso una personalidad expresiva en las artes. Pues, por la permanencia y desarrollo de la sociedad y su economía, comienza a existir un control y un entendimiento de las formas que se reproducen. De la incapacidad se pasa a la pericia, de la pericia a la actividad sensible. El arte se sigue manteniendo en la periferia, en la orilla, porque es allí donde se produce. Hasta el momento no existe una producción academicista. Lo que existe es una aglomeración que, por fortuna, desemboca en la convivencia.
NOTAS
(1) Aunque en Venezuela la semejanza de las portadas con los retablos se limita a la disposición del esqueleto estructural, sin exuberancia ornamental, despojado de casi todas las decoraciones.
(2) Bayón, D. (1983). Pensar con los ojos. Ensayos de arte latinoamericano (2ª ed.). México : FCE. pp. 73-74.
(3) Paz, O. (1998). El laberinto de la soledad / Postdata / Vuelta a El laberinto de la soledad (2ª ed.). México: FCE. p. 18.
(4) Boulton, A. (1975). Historia de la pintura en Venezuela (2ª ed.). Caracas: Ernesto Armitano. T. I, p. 11.
(5) Gasparini, G. (1996). “El mudéjar en Venezuela”, en Armitano-Arte. Caracas. No 21.
En tal marco, Venezuela, al igual que cada región americana, se caracteriza por sus particularidades. Particularidades que emiten diferencias y, por ende, el carácter personal de una individualidad geográfica y cultural. Todo se inserta en lo que muy bien se puede catalogar una situación ex-céntrica. Todo se desenvuelve en las orillas, sin marginar ninguno de los sentidos que éstas tienen: margen, filo, límite, periferia, borde, provincia. Las orillas son un espacio imaginario, americano, que se contrapone como espejo infiel a la madre patria. El arte venezolano de la colonia está inscrito en el límite, y es allí donde cobra sentido, donde se le reconoce y se le cifra. En él se captan resultados propios de un puzzle, pues priman operaciones de recorte, mezcla y transformación.
La condición colonial venezolana hace posible una estrategia. Si la decoración en el exterior del edificio se continúa utilizando en América en puntos concentrados –portales, marcos, zonas altas-, al modo peninsular, no es por mero transplante (1). La propuesta de Bayón resulta significativa: existe en el mundo hispanoamericano “una voluntad de forma que juega con plena lucidez y conciencia con la ‘caja vacía’ de una arquitectura en la que predominan ciertas normas de severidad y el triunfo irresistible del ángulo recto” (2).
Voluntad de forma. Voluntad que, al igual que orillas, implica unos equivalentes: brío, energía, arresto, arrojo, atrevimiento, arranque, ardor, carácter. Al menos, por tales lindes se encamina la propuesta de Octavio Paz para el arte mexicano colonial; ello, cuando afirma que la exageración de los modelos lleva implícito el germen de la rebeldía (3). En el mismo sentido, entonces, habría que señalar que, en contrapartida a la monumentalidad y ofuscación decorativa de la arquitectura propia de México, Bolivia y Perú, estarían las construcciones del Caribe, de sobriedad decorativa. Si unas se dan en la exasperación, otras en la impasibilidad. Si unas, en sus excesos, son producto de la insubordinación, las otras, en sus rechazos de las profusiones, también han de serlo. Si un barroco que gravita en el abigarramiento, en la exacerbación y en la riqueza material se muestra como lo contrario al barroco de la Contrarreforma, pues en el exceso diluye el “mensaje”, el otro, apoyado en una discreción que raya en la timidez, apegado por completo a la circunspección, también. Sin embargo, dichos miramientos competen más al ámbito de la antropología, si no es que ya han sido lo suficientemente propalados por las fogosidades nacionalistas. El hecho innegable insiste en la variedad de los aportes europeos, unidos al carácter provincial de la expresión arquitectónica colonial. No se pueden dejar de lado las condiciones de dependencia, sea en lo económico, sea en lo cultural, la influencia del medio ambiente, haciendo que primen las condiciones sísmicas y los materiales, la mano de obra. No se trata de una producción conceptualmente diferente, sí de un resultado específico, insertado en lo repetitivo. Planta, volumen y espacio son los principios básicos y funcionales que la metrópoli no permite alterar. No así la decoración. Ello como lo señala la catedral de Coro, la primera venezolana, muy relacionada con la de la Asunción. Los dos templos poseen planta basilical de tres naves separados por arcos de medio punto sobre pilares cilíndricos, cubiertas de madera, testero plano y presbiterio poligonal. Estos templos iniciaron en el siglo XVI un tipo de techumbre de tradición mudéjar, especificada como armadura de pares, nudillos y tirantes, que habría de sobrevivir hasta entrado el XIX.
Esa especificidad varía con la zona, con las influencias y con la propensión de eso que mal pudiéramos llamar personalidad prehispánica y que implica al ámbito de las supervivencias. Y es que el transplante del vocabulario formal europeo se produce con gran celeridad, superponiéndose a cualquier aportación determinante y extrapeninsular. Venezuela, orilla ultramarina, recibe con retraso el mudéjar, el clásico herreriano, el barroco, el rococó. Debiéndose además, para acentuar el ritmo y “calidad” de su producción artística, aguardar el empuje mercantil. No es de extrañar. Se sabe que la fundación de la Real Compañía Guipuzcoana fue trascendental para el desarrollo del territorio venezolano, alcanzando su arte una auténtica edad de oro al amparo de la creciente actividad económica basada en los cultivos y comercialización del cacao, el tabaco y la caña de azúcar. Ejemplo igual de aclaratorio es el caso Cubagua, “caso excepcional de un cuerpo que nació, vivió y desapareció totalmente en un lapso no mayor de treinta años” (4). Así también el hecho extraordinario de la permanencia de la techumbre mudéjar hasta el siglo XIX se debió no a su aceptación como estilo, sino a su comprobada durabilidad y economía (5).
Incluso el empuje mercantil, el arribo y permanencia de una clase social rica, refinada e influyente, acarrea indisolublemente la puesta en escena no de una pintura religiosa o mitológica, sino de una pintura “social” en la forma y código del retrato. El retrato en el siglo XVIII, si bien atiende a un sistema de representación codificado donde intervienen elementos como la tarja, el blasón de familia, el cortinaje, los símbolos de estatus, etc., es la muestra más evidente de creación local. Entiéndase esto en cuanto al traslado al lienzo de un modelo de carne, no de cuadros y programas iconográficos accedidos por estampas, ilustraciones de libros o grabados. Ésta forma es antecedente directo de producciones originales –independientemente de que hayan sido fruto del encargo- como la Virgen de Nuestra Señora de Caracas o la Inmaculada Concepción de la Sala Capitular de la Catedral de Caracas, ambas de los Landaeta. No es un afán nacionalista, pero aún allí donde el artista se atiene al modelo, logra expresar su personalidad en base a la libertad creadora del color, como en Juan Pedro López.
Imposible negar que en Venezuela paulatinamente se abre paso una personalidad expresiva en las artes. Pues, por la permanencia y desarrollo de la sociedad y su economía, comienza a existir un control y un entendimiento de las formas que se reproducen. De la incapacidad se pasa a la pericia, de la pericia a la actividad sensible. El arte se sigue manteniendo en la periferia, en la orilla, porque es allí donde se produce. Hasta el momento no existe una producción academicista. Lo que existe es una aglomeración que, por fortuna, desemboca en la convivencia.
NOTAS
(1) Aunque en Venezuela la semejanza de las portadas con los retablos se limita a la disposición del esqueleto estructural, sin exuberancia ornamental, despojado de casi todas las decoraciones.
(2) Bayón, D. (1983). Pensar con los ojos. Ensayos de arte latinoamericano (2ª ed.). México : FCE. pp. 73-74.
(3) Paz, O. (1998). El laberinto de la soledad / Postdata / Vuelta a El laberinto de la soledad (2ª ed.). México: FCE. p. 18.
(4) Boulton, A. (1975). Historia de la pintura en Venezuela (2ª ed.). Caracas: Ernesto Armitano. T. I, p. 11.
(5) Gasparini, G. (1996). “El mudéjar en Venezuela”, en Armitano-Arte. Caracas. No 21.
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