RETORNO AL PROBLEMA DEL ANONIMATO
Con este artículo entra a colación el problema del autor, aquel que, luego del “encargo”, da inicio a la cadena del fenómeno artístico integral. El anonimato ha sido receptáculo de observaciones sustanciales, como la de aquel autor que señala la existencia de una “angustia entre el silencio y la palabra”. Y es que bajo el anonimato el autor entra en su propia muerte, la “voz” trata de extraviar su origen, de anularse como entidad responsable.
I.- La obra, el anonimato y la intentio auctoris
Como invención moderna, el autor, allí donde no es identificado, donde no se le conoce, se le intenta desentrañar, junto con sus gustos y pasiones, no a través de la identificación personal, de la que se carece, sino por medio de una época, de todas aquellas franjas significativas de orden político, económico, artístico y social que enmarcan la obra. Porque, como dice Barthes, “es el lenguaje, y no el autor, el que habla”.
Las referencias históricas no permiten, necesariamente, el conocimiento de un antes y un después de la obra para el autor ni el ahora de la misma para el mismo. Lo primero se acerca a la idea romántica del artista que vive antes de la obra, que la piensa y sufre, para dejar que la mano sea tan rápida como la pasión, siendo la extremidad del sentimiento; lo segundo insiste en la forma, en la lentitud para su logro, en la inscripción más que en la expresión.
No obstante, queda una sospecha. Inscribir es, según Barthes, trazar “un campo sin origen”. Esto es: un espacio en el que convergen distintos elementos, ninguno de los cuales es el original, en el que se mezclan las formas, estableciendo nuevos pactos que no llevan a crear una tradición cultural sino a manipularla. Es innegable que en base a un texto anónimo no se puede afirmar que el autor carece de pasiones, humores, impresiones, sentimientos, pero sí que posee esa corriente de formas, ese tejido de signos del que extrae los elementos compositivos.
II.- La obra, el anonimato y la intentio lectoris
Un texto anónimo es un texto “sin seguro”, sin autor, cosa que impide que el ciclo de las interpretaciones se cierre. Sin embargo, un texto, que como objeto cultural está hecho de referencias, de citas, que basa su existencia en la multiplicidad de las mismas, sólo puede tener unidad en el origen o en el destino. Barthes recuerda:
Recientes investigaciones (J.-P. Vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo ‘trágico’); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras en su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente). De esta manera se desvela el sentido total de la escritura.
El lugar donde lo múltiple es cifrado para hacerse unidad está en el lector, en el oyente, en el contemplador, en el que se anexiona, por medio de los sentidos, la obra. Actuando en tal sentido, el lector ha de manifestar un proceso de reconocimiento de los distintos elementos de la obra, respetada como plano de la expresión. Contrario a lo que se pudiera suponer, aquí la competencia lectora no presupone necesariamente identidad con la del productor del texto, ni siquiera con la de los lectores primarios, ya que los niveles de capacidad lectora vienen dados por “posiciones sujeto”, es decir, por puestos de observación desde los cuales se interpreta la obra.
Es así que, como texto icónico plástico y como discurso, por ejemplo, una obra de arte puede ser reducida a componentes, a “bloques de unidades expresivas”, que indican un pacto de formas, sostenido por medio de un proceso de filiaciones. Igual un libro.
Al captar los signos codificados –el acto de decodificar-, el lector es impelido en una sensación, un esfuerzo, una determinación. Lo que implica, por ende, ver el texto como una unidad intencional. Existe la intención del que lo escribe y existe la intención del que lo lee. En tal acto el puente, el lazo, es el código, que recae, aunque no necesariamente, en el campo de lo convencional, del hábito. Cada haz de convenciones, ya sean simbólicas, ideológicas, de la percepción naturalista o perspectiva, refuerza la presencia de ciertos significados, reprime otros e instaura jerarquías. Se puede producir una reducción de los significados más evidentes a favor de los más ocultos, inconscientes o ambiguos; lo cierto es que cada elemento es portador de significados parciales que a su vez se agrupan en unidades superiores.
I.- La obra, el anonimato y la intentio auctoris
Como invención moderna, el autor, allí donde no es identificado, donde no se le conoce, se le intenta desentrañar, junto con sus gustos y pasiones, no a través de la identificación personal, de la que se carece, sino por medio de una época, de todas aquellas franjas significativas de orden político, económico, artístico y social que enmarcan la obra. Porque, como dice Barthes, “es el lenguaje, y no el autor, el que habla”.
Las referencias históricas no permiten, necesariamente, el conocimiento de un antes y un después de la obra para el autor ni el ahora de la misma para el mismo. Lo primero se acerca a la idea romántica del artista que vive antes de la obra, que la piensa y sufre, para dejar que la mano sea tan rápida como la pasión, siendo la extremidad del sentimiento; lo segundo insiste en la forma, en la lentitud para su logro, en la inscripción más que en la expresión.
No obstante, queda una sospecha. Inscribir es, según Barthes, trazar “un campo sin origen”. Esto es: un espacio en el que convergen distintos elementos, ninguno de los cuales es el original, en el que se mezclan las formas, estableciendo nuevos pactos que no llevan a crear una tradición cultural sino a manipularla. Es innegable que en base a un texto anónimo no se puede afirmar que el autor carece de pasiones, humores, impresiones, sentimientos, pero sí que posee esa corriente de formas, ese tejido de signos del que extrae los elementos compositivos.
II.- La obra, el anonimato y la intentio lectoris
Un texto anónimo es un texto “sin seguro”, sin autor, cosa que impide que el ciclo de las interpretaciones se cierre. Sin embargo, un texto, que como objeto cultural está hecho de referencias, de citas, que basa su existencia en la multiplicidad de las mismas, sólo puede tener unidad en el origen o en el destino. Barthes recuerda:
Recientes investigaciones (J.-P. Vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo ‘trágico’); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras en su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente). De esta manera se desvela el sentido total de la escritura.
El lugar donde lo múltiple es cifrado para hacerse unidad está en el lector, en el oyente, en el contemplador, en el que se anexiona, por medio de los sentidos, la obra. Actuando en tal sentido, el lector ha de manifestar un proceso de reconocimiento de los distintos elementos de la obra, respetada como plano de la expresión. Contrario a lo que se pudiera suponer, aquí la competencia lectora no presupone necesariamente identidad con la del productor del texto, ni siquiera con la de los lectores primarios, ya que los niveles de capacidad lectora vienen dados por “posiciones sujeto”, es decir, por puestos de observación desde los cuales se interpreta la obra.
Es así que, como texto icónico plástico y como discurso, por ejemplo, una obra de arte puede ser reducida a componentes, a “bloques de unidades expresivas”, que indican un pacto de formas, sostenido por medio de un proceso de filiaciones. Igual un libro.
Al captar los signos codificados –el acto de decodificar-, el lector es impelido en una sensación, un esfuerzo, una determinación. Lo que implica, por ende, ver el texto como una unidad intencional. Existe la intención del que lo escribe y existe la intención del que lo lee. En tal acto el puente, el lazo, es el código, que recae, aunque no necesariamente, en el campo de lo convencional, del hábito. Cada haz de convenciones, ya sean simbólicas, ideológicas, de la percepción naturalista o perspectiva, refuerza la presencia de ciertos significados, reprime otros e instaura jerarquías. Se puede producir una reducción de los significados más evidentes a favor de los más ocultos, inconscientes o ambiguos; lo cierto es que cada elemento es portador de significados parciales que a su vez se agrupan en unidades superiores.
0 comentarios:
Publicar un comentario