“¡Este es un Polo!”
Venecia. No la de la basílica de San Marcos, la iglesia de Salute, las perfidias de Shyllock, las líneas de Giussepe Colombo: “Sorta in mezo al mare, inalzossi a stato di primo ordini, trafficando coll’Oriente e mantenendo il predominio sui mari” (Evo medio ed evo moderno, 1875), Tiziano y Tintoretto, Giorgione y los Bellini, Byron y los Foscari, las hermosas ediciones de Il Cortegiano, las andanzas de Casanova y el refugio de petrarca, el suntuoso palazzo y la dorada góndola. Venecia La de arduos cartógrafos entregados a la simbiosis de sueños ajenos y conjeturas propias; la del hombre que, alejado de su terra durante muchos años, sirvió al emperador de los mogoles y conoció el maravilloso Oriente, el que siempre sugieren las puestas de sol, el de la huida y la llegada, el de la magia; la de maese Polo; la del hombre que, a despecho de la carga de zafiros, perlas, rubíes y diamantes, de la belleza de sus historias, de los ojos fatigados, fue conminado en el lecho de muerte a arrepentirse de tantas mentiras.
-No he contado ni la mitad de lo que vi –afirmó.
Y era cierto. Sin embargo, para designar a un charlatán resultó de uso común entre los que hablaban véneto la expresión “¡Este es un Polo!” No creían en la existencia de las piedras negras cuya capacidad de combustión era mayor que la de la leña, en las pieles tatuadas, los dientes de oro, las comidas de carnes que se retorcían, zumbaban, croaban y ladraban, en la muralla de Alejandro, en la fuente de aceite negro, en la torre llena de tesoros que alimentó el hambre de un rey hasta matarlo, en los manantiales de agua caliente, en los rostros y las voces del desierto e, incluso, en el paraíso del “Viejo de la Montaña”. Es Marco Polo quien traslada a Occidente la materialidad de un paraíso, en este caso, el que sirve a los miembros de la secta de los Asesinos, creada a fines del siglo XII y fundadora de lo que hoy día conocemos bajo el nombre de terrorismo. El jefe chií Asan Ibn al-Sabbah enviaba a sus devotos a gozar de las delicias de un paraíso artificial, con “huríes”, riquezas, aromas y alimentos; luego les explicaba que la única forma de permanecer allí era acatando sus órdenes. Todos los devotos estaban dispuestos a morir, con tal de regresar al paraíso.
-No he contado ni la mitad de lo que vi –afirmó.
Y era cierto. Sin embargo, para designar a un charlatán resultó de uso común entre los que hablaban véneto la expresión “¡Este es un Polo!” No creían en la existencia de las piedras negras cuya capacidad de combustión era mayor que la de la leña, en las pieles tatuadas, los dientes de oro, las comidas de carnes que se retorcían, zumbaban, croaban y ladraban, en la muralla de Alejandro, en la fuente de aceite negro, en la torre llena de tesoros que alimentó el hambre de un rey hasta matarlo, en los manantiales de agua caliente, en los rostros y las voces del desierto e, incluso, en el paraíso del “Viejo de la Montaña”. Es Marco Polo quien traslada a Occidente la materialidad de un paraíso, en este caso, el que sirve a los miembros de la secta de los Asesinos, creada a fines del siglo XII y fundadora de lo que hoy día conocemos bajo el nombre de terrorismo. El jefe chií Asan Ibn al-Sabbah enviaba a sus devotos a gozar de las delicias de un paraíso artificial, con “huríes”, riquezas, aromas y alimentos; luego les explicaba que la única forma de permanecer allí era acatando sus órdenes. Todos los devotos estaban dispuestos a morir, con tal de regresar al paraíso.
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