“SUDARIUM CHRISTI”: SUFRIMIENTO Y REVELACIÓN








La filiación más relevante (pues conduce a las isotopías “sufrimiento” y “revelación”) del texto pictórico “Sudarium Christi” es aquella que atañe al soporte del rostro trinitario, el lienzo o paño de la Verónica, que por ser tal presenta la frente espinada y sangrante de Cristo. Obsérvese la Santa faz de Alonso López de Herrera. Éste fue un religioso dominico que, llegado a Nueva España desde Valladolid, actuó entre 1608 y 1634, con una manifiesta preocupación sobre el dibujo, sobre todo en sus obras de pequeñas dimensiones, como las diferentes versiones que realizó de la Santa faz. La misma, como tema, permite aplicar el principio de la parte por el todo, cosa que no ocurre, por ejemplo, con la representación de los vicios que, a diferencia de las virtudes, deben mostrarse mediante escenas y no por símbolos (así, una mujer cuyo sexo está siendo devorado por una serpiente alecciona sobre la lujuria).
La tradición establece que la leyenda de la Verónica se remonta al siglo XII. Época en la que tan vulgarizada estaba la leyenda que empezó a darse a los sudarios de Cristo, en especial al conservado en San Pedro de Roma, el calificativo de “verónica”. La Verónica, en principio, sería el velo que Jesús empleó en el huerto de los olivos para enjugarse el rostro bañado de sangre y de sudor. Luego se identificaría con un velo que llevaba la Verónica y que se lo entregaría a la Virgen María, quien se lo daría a Jesús cuando éste se lo pidiera para secarse el rostro. Posteriormente la leyenda diría que la misma Verónica, al ver pasar a Jesús camino del Calvario, se acercó a él pasando por entre los soldados para enjugarle el rostro con su velo, en el que quedó la santa faz impresa.
La última es la versión que actualmente se venera. Su éxito en la Edad Media hizo que pasara a la posteridad como la sexta estación del Vía Crucis en el siglo XIII. Precisamente fue en esta época donde se dio un cambio en la representación del santo rostro: en lugar de reproducir la imagen de Jesús en toda su gloria y grandeza, la representan en las escenas de la Pasión, enfatizando el sufrimiento (debe entenderse este sustantivo según la acepción clásica. El uso de los clásicos enseña que la voz “sufrimiento” es equivalente de la voz “paciencia”, si bien difieren ambas en que la paciencia compete a toda clase de obras arduas y dificultosas, mientras que el sufrimiento se limita a aceptar el padecimiento moral y físico), primero sin gotas de sangre, luego con éstas, y, finalmente, con la corona de espinas. No en vano la descripción más pía de la leyenda data de la segunda mitad de este siglo. Roberto de Vorrón, a quien se le atribuye el Petit Saint-Graal, cuenta de unos mensajeros que van a Jerusalén para buscar a Jesús con el objeto de encontrar una cura para Vespasiano, atacado de lepra. Pero habiendo ya muerto Cristo buscan por lo menos algo que haya tocado o bendecido. Al fin descubren a una mujer cuyo nombre es Verónica y que tiene una imagen de Cristo. Verónica les cuenta cómo al ir al mercado con el sydoine, su lienzo, encontró a Jesús conducido por los judíos al Calvario; a petición del mismo enjugó su rostro lleno de sudor, encontrando, al volver a su casa, sobre el lienzo la sagrada faz.
En la Edad Media, la idea de buscar una impresión primaria del rostro de Cristo no sólo sugiere la necesidad de un acceso, de un conducto, hacia la divinidad, sino también la premura por encontrar la justificación de una factura (pintura, escultura, etc.), según señala Freedberg: “La pretensión de que sobrevivieron cuadros y pinturas de Cristo desde los tiempos apostólicos nunca dejó de repetirse, y con ella la insinuación de que tales imágenes constituían una fuente adecuada para todas las representaciones ulteriores”.
En el cuadro de López de Herrera, además de la dependencia de las facciones cercanas a los treinta años, la barba no tan luenga y el cabello castaño, la cabeza aparece frontal, con un estatismo que, se diría, raya en la rigidez. Sin embargo, la tensión no se incrementa por la ausencia de los ligamentos que, en consecuencia, deberían resultar tensos. Las relaciones de luz y sombra muestran variaciones sutiles y expresivas de un modelo generalmente simétrico. Los contrastes de valor culminan en los ojos, cuyas blancas córneas y oscuras pupilas, casi totalmente redondas, surgen de las sombras circundantes. La mirada, si bien penetrante, se desenvuelve desenfocada e impersonal. La bóveda anormalmente alta de la cabeza se explica por la trascendencia de la figura y por la necesidad de dar espacio a la corona de espinas. La ilusión de la cercanía del rostro crea un efecto en la insistencia, con carácter dramático.
Millard establece que en Italia estas cualidades “se atribuyen en el tercer cuarto del siglo a la Divinidad, al sacerdote y a las demás figuras jerárquicamente superiores”. Esto es: competen a la tradición, a un proceso constante de filiaciones. “La cabeza de Cristo recuerda a las anteriores imágenes medievales, y el parecido puede ser, en este punto, consecuencia no sólo de una intención formal relacionada en lo general, sino también de una iconografía más específica”, pues, como objeto de devoción popular, existe un antecedente: “las milagrosas imágenes de las ‘sacra facies’ que se veneraban en Roma en el último periodo de la Edad Media (...). El sudario fue preservado en San Pedro, y se convirtió en el objeto de un culto rápidamente creciente, fomentado por los papas durante los siglos XIII y XIV. Giovanni Villani lo vio durante su estancia en Roma en el año del Jubileo de 1300: ‘per consolatione de Christiani peregrini’, escribió, ‘ogni venerdi, o di solenne di festa, si mostrava in San Piero la Veronica del Sudario di Christo’. El sudario también se exhibió frecuentemente durante el Jubileo de 1350 y a lo largo de un período de algunos años se garantizaron indulgencias especiales para la gente que rezase ante él. Se distribuyeron divisas mostrando la imagen ante los fieles”. Compete a estas observaciones el sudario sienés de la figura 15, aunque características similares se hallan, por ejemplo, en la Cabeza de Cristo coronada de espinas de Hans Sebald Beham, en algunos cuadros de la serie de Zurbarán sobre la Santa Faz, en una representación de la Verónica del Greco y del Santo Rostro de Jacopo Amigoni. En el sudario sienés y en los cuatro últimos, además, aparece el acto de mostrar el paño, de hacerlo pender, en una clara intención por re-velar. Ello porque todo proceder similar tiene por resultado un efecto semiótico de designación, casi imperativo, cuya enunciación más fiel es “vea esto”. Y no es para menos, si se tiene presente que el Sudarium Christi original era ante todo un autorretrato, y que todas las obras posteriores tratan de re-crear esta cualidad. Todo retrato mantiene una carga imperativa, “vea esto”, “estoy aquí”, pues se presenta como prueba de una existencia.

Posted on 11:08 a.m. by Musa Ammar Majad and filed under | 0 Comments »

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