APORTES A LA PLÁSTICA VENEZOLANA DEL MAESTRO ARMANDO REVERÓN (10/05/1889-18/09/1954)
I.- GENERALIDADES
En 1889 nació Armando Reverón. Considerado el mejor pintor venezolano de la primera mitad del siglo XX, se interesó profundamente por la acción de la luz sobre las formas. Entusiasta del impresionismo francés, su pintura evolucionó a la abstracción y el simbolismo.
Los temas preferidos fueron el paisaje y el desnudo femenino. Nació en Caracas y desde niño mostró afición por la pintura, en la que se inició bajo la orientación de su primo Ricardo Montilla. En 1908 ingresa en la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde permanece tres años y tiene por compañeros a Rafael Monasterio, Manuel Cabré y Antonio Edmundo Monsanto; a esta etapa formativa corresponden temas religiosos, paisajes y naturalezas muertas, influenciadas por Arturo Michelena. Gracias a una beca, en 1911 viaja a España e ingresa en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, coincidiendo de nuevo con Rafael Monasterio. Tras un corto viaje a Venezuela, en 1912 se traslada a Madrid y continúa estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Durante su estancia en la capital visita los estudios de Muñoz Degrain, Moreno Carbonero y viaja a Segovia, donde conoce a Zuloaga. En 1914 se traslada a París, allí permanece unos meses y tras una corta estancia en Barcelona, vuelve definitivamente a Venezuela un año más tarde, donde se integra en el Círculo de Bellas Artes y abandona el rigor académico, ante el entusiasmo que despierta en él el impresionismo.
Su traslado a La Guaira, en 1917, donde conoce a su modelo y compañera de vida, Juanita Ríos, será definitivo para su carrera de artista, en la que se distinguen tres periodos. En 1919 inicia el llamado periodo azul, en el que su obra, inmersa en una atmósfera sensual y misteriosa, está dominada por el azul profundo de su paleta y una factura espesa. Se trata de paisajes, retratos de Juanita y majas, El bosque de la Manguita, Juanita, La Cueva. A partir de entonces se definen las dos líneas temáticas que cultivará hasta la muerte, el paisaje (pintado al aire libre) y el desnudo.
El momento decisivo de su carrera se produce en 1921 con su traslado y asentamiento en Macuto, pueblo costero, donde construye su castillete, y vive hasta poco antes de morir en compañía de Juanita. Entre 1922 y 1924 se dedica preferentemente a la construcción del Castillete y abandona el impresionismo, adquiriendo gran importancia el color blanco, que utiliza en composiciones de corte abstracto (El Paisaje blanco, 1934). La obra que marca el paso del periodo azul al blanco, que se extiende hasta 1934, es Fiesta en Caraballeda de 1924, donde utiliza como soporte tela de coleto, también incorpora a la obra elementos concoides, rocas, cocoteros, como referencias estructurales y figurativas en una atmósfera casi abstracta.
En 1933 sufre una crisis nerviosa que le mantiene inactivo durante cierto tiempo, tras la cual empieza a pintar sobre papel con un estilo gestualista, que constituye una etapa de transición al periodo sepia, que se inicia en 1936. Pinta entonces obras de gran formato que escenifican varias figuras desnudas en un interior (La maja criolla, 1939) al tiempo que su producción se torna dramática con acentos expresionistas. Sustituye sus modelos, salvo Juanita, por muñecas de trapo fabricadas por él mismo (Serafina). Salvo el paréntesis que se da entre 1940 y 1945 en que pinta del natural paisajes portuarios con la frescura de los primeros años (El puerto de la Guaira, 1941), su obra es cada vez más introvertida y simbólica, al igual que su vida, cada vez más solitaria y ajena a la realidad, sus pinturas están determinadas en gran parte por la luminosidad del sol y el resplandor de las estrellas bajo la noche tropical (Amanecer en el Caribe, 1944). En 1945 es internado por primera vez en un psiquiátrico, aumentan los desnudos y autorretratos (Desnudo acostado, 1947) y a partir de 1949 se observa una menor producción pictórica, a la vez que se centra en la técnica del dibujo, que se convertirá a partir de 1950 en la única utilizada. Los últimos años los pasa en una clínica psiquiátrica, en Catia, donde realiza distintos retratos de pacientes, que constituyen su último trabajo. Sus pinturas giran mayoritariamente en torno a la representación de paisajes y figuras femeninas, en algunas de las cuales muestra cierto erotismo.
II.- LA LUZ COMO TEMA
A grandes rasgos estos son los datos que se emplean a la hora de hablar de Armando Reverón y su obra. Sobre la periodización, ésta atiende, como es sabido, a Alfredo Boulton, reconocido biógrafo e interprete de este artista, quien la propone basada en el colorido. Para Boulton, la obra reveroniana (posterior a su etapa de formación inicial) se divide en tres segmentos cronológicos sucesivos: un periodo azul, que abarca desde 1919 hasta 1924; un periodo blanco, que va desde 1924 hasta 1934; y un periodo sepia, que cubre el trayecto desde 1935 hasta 1954, año del fallecimiento del artista. Innegable la influencia en esta periodización de la célebre taxonomía que circunscribe la producción juvenil de Picasso a un periodo azul y otro rosa. Si bien estos marcos temporales no brindan una inobjetable realidad (ya José María Salvador las ha criticado lo suficiente, exponiendo, por ejemplo, que, por más que durante el decenio 1924-1934, presunto periodo blanco, sobreabunden en la producción reveroniana obras construidas sobre la primacía de blancos lechosos y grises perláceos, no es menos cierto que durante ese mismo segmento temporal Reverón produjo también con frecuencia otros trabajos pictóricos en los que predominan los tonos marrones claros, ocres y grises cenicientos, tonos éstos que serán característicos del supuesto periodo sepia), repito, si bien estos marcos temporales no brindan una inobjetable realidad, sí evidencian un intento claro, quizá “desesperado”, por lograr captar condiciones objetivas en esos objetos, en esas obras.
Esto determina un esfuerzo, que parte del mismo objeto, por establecer cómo el objeto debe de ser visto, pues ya nos desenvolvemos en la implícita condición de que el objeto no debe ser medido con patrones inadecuados o ajenos, sino con aquellos que le son inherentes. (Se ha de aclarar que esto no es posible mientras se siga creyendo en la existencia de normas estéticas absolutas, mientras no se cuestione la validez universal de un determinado o acostumbrado canon estético. Por ejemplo, cuando Burckhardt caracterizaba el Barroco como Renacimiento degenerado y Vasari al arte anterior al Renacimiento de la Antigüedad clásica con el término peyorativo de “gótico”, en ambos casos se acudía a escalas de valores completamente extrañas e incongruentes a las respectivas épocas.) Particularmente pienso que en el arte venezolano la búsqueda de tales condiciones objetivas para la comprensión y el prestigio de ciertas obras, sólo ha sucedido con los trabajos de Armando Reverón, primero, y los Cinéticos, después, pues, sea en Macuto o en París, para estos venezolanos la verdadera búsqueda fue la de la luz. La luz no sólo como estímulo visual que converge en una “información” ambiental, donde las fuerzas compositivas existen a modo de declaración visual, sino también como una declaración de la experiencia, donde el acto de ver implica una respuesta a la luz, permitiendo que el elemento más importante y necesario del suceso visual sea de carácter tonal.
El tratamiento que Reverón da a los temas, recurrentes por demás en su obra (desnudos, paisajes, escenas del puerto de La Guaira, retratos y autorretratos), se caracteriza por captar la enceguecedora luz del trópico, luz que desdibuja la forma hasta reducirla a meras sugerencias coloreadas, manera de plasmar la realidad que se ha convertido en uno de sus rasgos más distintivos y que mayor prestigio le han ganado. Comprender esto ha tomado su tiempo. La apropiación de hábitos visuales extraños no es una operación mental, sino una modificación específica, una adecuación de nuestra percepción sensorial. Así, la captación de una obra que nos es momentáneamente ajena, depende sobre todo de la culminación de un proceso de maduración, del mismo modo que la adquisición de cualquier habilidad no puede ser remplazada por ninguna doctrina, aunque ésta pueda influir positiva o negativamente. Los historiadores del arte suelen decir: “hay que identificarse con una época, con un artista, con una obra”. Ello no puede ser compulsivo, requiere su tiempo, lo que no significa que haya que esperar pasivamente hasta que venga la iluminación. Se pueden desarrollar procedimientos de investigación que estimulen y aceleren el proceso de maduración. En el caso de Reverón existen los diversos procedimientos comparativos (la taxonomía picasiana) o la confrontación con otras producciones artísticas de idéntico marco histórico y geográfico. Esta última revela una búsqueda común de Armando Reverón, algunos miembros del Círculo de Bellas Artes y de la posterior Escuela de Caracas: la búsqueda de la luz. No obstante, la luz en Reverón es la luz del trópico, nuestra luz, sencillamente; la luz de la Escuela de Caracas es la luz del paisaje nacional, como complemento y no como tema.
III.- LA LUZ COMO IDENTIDAD
El núcleo fundamental de las relaciones entre las artes plásticas españolas y americanas se encuentra, a pesar de su aparente claridad formal, en su misma y estricta complejidad de fondo. España trató por todos los medios posibles de implantar en sus reinos de Indias la práctica artística europea, de la que formaba parte, pero dotándola, como resulta obvio, de sus singularidades más concretas. Halló en ultramar una gran diversidad de culturas artísticas, que muchas veces trató de silenciar y otras de asimilar de alguna forma, lo cual no le resultaba difícil por estar acostumbrada a hacerlo en su belicosa convivencia con los musulmanes. Y ello lo realizó en función de dos importantes coordenadas históricas entonces totalmente independientes, heredadas de ese pasado medieval: la religiosa y la eminentemente política, que a su vez también se entrecruzaban. Había que transculturizar todo el complejo universo del catolicismo en un momento de debates y guerras espirituales en Europa con su lenguaje artístico singularmente didáctico. Era necesario, asimismo, establecer en aquellas tierras lejanas una monarquía portadora de unas peculiares formas de representación cortesana, entonces muy novedosas.
En tal marco, Venezuela, al igual que cada región americana, se caracteriza por sus particularidades. Particularidades que emiten diferencias y, por ende, el carácter personal de una individualidad geográfica y cultural. Todo se inserta en lo que muy bien se puede catalogar una situación ex-céntrica. Todo se desenvuelve en las orillas, sin marginar ninguno de los sentidos que éstas tienen: margen, filo, límite, periferia, borde, provincia. Las orillas son un espacio imaginario, americano, que se contrapone como espejo infiel a la madre patria. El arte venezolano de la colonia está inscrito en el límite, y es allí donde cobra sentido, donde se le reconoce y se le cifra. En él se captan resultados propios de un puzzle, pues priman operaciones de recorte, mezcla y transformación.
De estos hechos se pudo prescindir en Venezuela sólo en el siglo XX, en la plástica, con el aporte de la Escuela de Caracas, en la arquitectura, con las construcciones de Villanueva. La propuesta de Bayón resulta significativa para la arquitectura: existe en el mundo hispanoamericano “una voluntad de forma que juega con plena lucidez y conciencia con la ‘caja vacía’ de una arquitectura en la que predominan ciertas normas de severidad y el triunfo irresistible del ángulo recto” . Lo mismo para la plástica. Voluntad de forma. Voluntad que, al igual que orillas, implica unos equivalentes: brío, energía, arresto, arrojo, atrevimiento, arranque, ardor, carácter.
El tratamiento de la luz tropical, nacional, en el siglo XX, el énfasis que de ella hace Reverón, corona un proceso harto largo. Pues, incluso y contrario a lo que se cree, doscientos años antes el empuje mercantil, el arribo y permanencia de una clase social rica, refinada e influyente, acarrea en Venezuela indisolublemente la puesta en escena no de una pintura religiosa o mitológica, sino de una pintura “social” en la forma y código del retrato. El retrato en el siglo XVIII, si bien atiende a un sistema de representación codificado donde intervienen elementos como la tarja, el blasón de familia, el cortinaje, los símbolos de estatus, etc., es la muestra más evidente de creación local. Entiéndase esto en cuanto al traslado al lienzo de un modelo de carne, no de cuadros y programas iconográficos accedidos por estampas, ilustraciones de libros o grabados como hasta entonces se había estado haciendo. Ésta forma es antecedente directo de producciones originales –independientemente de que hayan sido fruto del encargo- como la Virgen de Nuestra Señora de Caracas o la Inmaculada Concepción de la Sala Capitular de la Catedral de Caracas, ambas de los Landaeta. No es un afán nacionalista, pero aún allí donde el artista se atiene al modelo, logra expresar su personalidad en base a la libertad creadora del color, como en Juan Pedro López.
Imposible negar que en Venezuela paulatinamente se abre paso una personalidad expresiva en las artes. Pues, por la permanencia y desarrollo de la sociedad y su economía, comienza a existir un control y un entendimiento de las formas que se reproducen. De la incapacidad se pasa a la pericia, de la pericia a la actividad sensible. El arte se sigue manteniendo en la periferia, en la orilla, porque es allí donde se produce y es lo que le da sentido.
Comprendemos que las diferencias básicas respecto a Europa, y que se transmutan en la paradoja de la identidad, son: 1) desde la colonia, el latinoamericano a experimentado su deseo de posesión de lo que es del otro, del colono, pero que es suyo; 2) la herencia colonial y los resultados de las campañas independentistas, en vez de dar una identificación al latinoamericano, lo han escindido: el hombre poscolonial, cuando comenzó a buscar su historia, no lo hizo a partir de la autorreflexión en el espejo de la naturaleza humana, es decir, de la filosofía, sino a partir de la mirada antropológica, estudiándose a sí mismo como si fuera el otro. Desde aquí parte la curiosa relación identidad-tradición, la cual ha promovido el establecimiento de tres respuestas a la aculturación: no resistencia a lo foráneo, resistencia a lo foráneo, unión de lo foráneo con lo nacional. Esta relación debe hacernos escépticos frente al problema de la identidad a la hora de llevarlo a la expresión artística; incluso antes de la globalización. La unión identidad-tradición, en el arte, forma un simulacro, una mera apariencia. Se pueden repetir los códigos, nacionales e internacionales, sin dar cabida al contrasentido. Para aceptarlo, se tendría que comprender, y se comprende, que el artista, latinoamericano o no, trabaja con una re-fundación de columnas, de soportes encontrados en los anaqueles, en los museos, en las cabezas de otros, allí donde se desenvuelven los materiales intelectuales ajenos. No implica una versión contemporánea del palacio doblemente soñado, primero por Kublai Khan y, siglos después, por Coleridge. Sí, en cambio, una prueba material de aquello que Borges llegó a percibir como patrimonio en el Escritor argentino y la tradición, susceptible de ser resumido por un único sustantivo: el universo. Es de entender. Con el dominio heredado de sus ascendientes, el escritor, el artista, nutre, sin devoción, cada una de sus construcciones y piensa que toda literatura, que todo arte, ha de adquirir capacidad de fagocito, ha de ser –a veces resulta inevitable recurrir a Perogrullo- literatura a base de toda literatura, arte a base de todo arte. Lejos la vía de la asimilación parasitaria; el escritor, el artista, a fuerza de transformar, destruye en pro de una obra previamente planeada.
Con estas consideraciones es sencillo ver la tarea ardua a la que se dio Reverón en su búsqueda de la luz del trópico. Deslastrándose de las convenciones del Realismo y de sus contemporáneos, del impresionismo, haciendo, no obstante, uso de éste, realizó su propio periplo, en el que acentuó con especial vigor la definición de las formas y la rotundidad de los volúmenes, en el que indefinió , en sugerentes elipsis icónicas, los entes representados, difuminando siluetas, volúmenes, detalles, colores, luces, relaciones topológicas, diluyéndolos en vaporosas neblinas luminosas y disolviendo toda la composición en evanescencias fantasmales, lindantes con la casi desaparición de la imagen. Gracias a ello Reverón es hoy, a más de once décadas de su nacimiento, parte fundamental del universo artístico que manipulan los creadores venezolanos.
En 1889 nació Armando Reverón. Considerado el mejor pintor venezolano de la primera mitad del siglo XX, se interesó profundamente por la acción de la luz sobre las formas. Entusiasta del impresionismo francés, su pintura evolucionó a la abstracción y el simbolismo.
Los temas preferidos fueron el paisaje y el desnudo femenino. Nació en Caracas y desde niño mostró afición por la pintura, en la que se inició bajo la orientación de su primo Ricardo Montilla. En 1908 ingresa en la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde permanece tres años y tiene por compañeros a Rafael Monasterio, Manuel Cabré y Antonio Edmundo Monsanto; a esta etapa formativa corresponden temas religiosos, paisajes y naturalezas muertas, influenciadas por Arturo Michelena. Gracias a una beca, en 1911 viaja a España e ingresa en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, coincidiendo de nuevo con Rafael Monasterio. Tras un corto viaje a Venezuela, en 1912 se traslada a Madrid y continúa estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Durante su estancia en la capital visita los estudios de Muñoz Degrain, Moreno Carbonero y viaja a Segovia, donde conoce a Zuloaga. En 1914 se traslada a París, allí permanece unos meses y tras una corta estancia en Barcelona, vuelve definitivamente a Venezuela un año más tarde, donde se integra en el Círculo de Bellas Artes y abandona el rigor académico, ante el entusiasmo que despierta en él el impresionismo.
Su traslado a La Guaira, en 1917, donde conoce a su modelo y compañera de vida, Juanita Ríos, será definitivo para su carrera de artista, en la que se distinguen tres periodos. En 1919 inicia el llamado periodo azul, en el que su obra, inmersa en una atmósfera sensual y misteriosa, está dominada por el azul profundo de su paleta y una factura espesa. Se trata de paisajes, retratos de Juanita y majas, El bosque de la Manguita, Juanita, La Cueva. A partir de entonces se definen las dos líneas temáticas que cultivará hasta la muerte, el paisaje (pintado al aire libre) y el desnudo.
El momento decisivo de su carrera se produce en 1921 con su traslado y asentamiento en Macuto, pueblo costero, donde construye su castillete, y vive hasta poco antes de morir en compañía de Juanita. Entre 1922 y 1924 se dedica preferentemente a la construcción del Castillete y abandona el impresionismo, adquiriendo gran importancia el color blanco, que utiliza en composiciones de corte abstracto (El Paisaje blanco, 1934). La obra que marca el paso del periodo azul al blanco, que se extiende hasta 1934, es Fiesta en Caraballeda de 1924, donde utiliza como soporte tela de coleto, también incorpora a la obra elementos concoides, rocas, cocoteros, como referencias estructurales y figurativas en una atmósfera casi abstracta.
En 1933 sufre una crisis nerviosa que le mantiene inactivo durante cierto tiempo, tras la cual empieza a pintar sobre papel con un estilo gestualista, que constituye una etapa de transición al periodo sepia, que se inicia en 1936. Pinta entonces obras de gran formato que escenifican varias figuras desnudas en un interior (La maja criolla, 1939) al tiempo que su producción se torna dramática con acentos expresionistas. Sustituye sus modelos, salvo Juanita, por muñecas de trapo fabricadas por él mismo (Serafina). Salvo el paréntesis que se da entre 1940 y 1945 en que pinta del natural paisajes portuarios con la frescura de los primeros años (El puerto de la Guaira, 1941), su obra es cada vez más introvertida y simbólica, al igual que su vida, cada vez más solitaria y ajena a la realidad, sus pinturas están determinadas en gran parte por la luminosidad del sol y el resplandor de las estrellas bajo la noche tropical (Amanecer en el Caribe, 1944). En 1945 es internado por primera vez en un psiquiátrico, aumentan los desnudos y autorretratos (Desnudo acostado, 1947) y a partir de 1949 se observa una menor producción pictórica, a la vez que se centra en la técnica del dibujo, que se convertirá a partir de 1950 en la única utilizada. Los últimos años los pasa en una clínica psiquiátrica, en Catia, donde realiza distintos retratos de pacientes, que constituyen su último trabajo. Sus pinturas giran mayoritariamente en torno a la representación de paisajes y figuras femeninas, en algunas de las cuales muestra cierto erotismo.
II.- LA LUZ COMO TEMA
A grandes rasgos estos son los datos que se emplean a la hora de hablar de Armando Reverón y su obra. Sobre la periodización, ésta atiende, como es sabido, a Alfredo Boulton, reconocido biógrafo e interprete de este artista, quien la propone basada en el colorido. Para Boulton, la obra reveroniana (posterior a su etapa de formación inicial) se divide en tres segmentos cronológicos sucesivos: un periodo azul, que abarca desde 1919 hasta 1924; un periodo blanco, que va desde 1924 hasta 1934; y un periodo sepia, que cubre el trayecto desde 1935 hasta 1954, año del fallecimiento del artista. Innegable la influencia en esta periodización de la célebre taxonomía que circunscribe la producción juvenil de Picasso a un periodo azul y otro rosa. Si bien estos marcos temporales no brindan una inobjetable realidad (ya José María Salvador las ha criticado lo suficiente, exponiendo, por ejemplo, que, por más que durante el decenio 1924-1934, presunto periodo blanco, sobreabunden en la producción reveroniana obras construidas sobre la primacía de blancos lechosos y grises perláceos, no es menos cierto que durante ese mismo segmento temporal Reverón produjo también con frecuencia otros trabajos pictóricos en los que predominan los tonos marrones claros, ocres y grises cenicientos, tonos éstos que serán característicos del supuesto periodo sepia), repito, si bien estos marcos temporales no brindan una inobjetable realidad, sí evidencian un intento claro, quizá “desesperado”, por lograr captar condiciones objetivas en esos objetos, en esas obras.
Esto determina un esfuerzo, que parte del mismo objeto, por establecer cómo el objeto debe de ser visto, pues ya nos desenvolvemos en la implícita condición de que el objeto no debe ser medido con patrones inadecuados o ajenos, sino con aquellos que le son inherentes. (Se ha de aclarar que esto no es posible mientras se siga creyendo en la existencia de normas estéticas absolutas, mientras no se cuestione la validez universal de un determinado o acostumbrado canon estético. Por ejemplo, cuando Burckhardt caracterizaba el Barroco como Renacimiento degenerado y Vasari al arte anterior al Renacimiento de la Antigüedad clásica con el término peyorativo de “gótico”, en ambos casos se acudía a escalas de valores completamente extrañas e incongruentes a las respectivas épocas.) Particularmente pienso que en el arte venezolano la búsqueda de tales condiciones objetivas para la comprensión y el prestigio de ciertas obras, sólo ha sucedido con los trabajos de Armando Reverón, primero, y los Cinéticos, después, pues, sea en Macuto o en París, para estos venezolanos la verdadera búsqueda fue la de la luz. La luz no sólo como estímulo visual que converge en una “información” ambiental, donde las fuerzas compositivas existen a modo de declaración visual, sino también como una declaración de la experiencia, donde el acto de ver implica una respuesta a la luz, permitiendo que el elemento más importante y necesario del suceso visual sea de carácter tonal.
El tratamiento que Reverón da a los temas, recurrentes por demás en su obra (desnudos, paisajes, escenas del puerto de La Guaira, retratos y autorretratos), se caracteriza por captar la enceguecedora luz del trópico, luz que desdibuja la forma hasta reducirla a meras sugerencias coloreadas, manera de plasmar la realidad que se ha convertido en uno de sus rasgos más distintivos y que mayor prestigio le han ganado. Comprender esto ha tomado su tiempo. La apropiación de hábitos visuales extraños no es una operación mental, sino una modificación específica, una adecuación de nuestra percepción sensorial. Así, la captación de una obra que nos es momentáneamente ajena, depende sobre todo de la culminación de un proceso de maduración, del mismo modo que la adquisición de cualquier habilidad no puede ser remplazada por ninguna doctrina, aunque ésta pueda influir positiva o negativamente. Los historiadores del arte suelen decir: “hay que identificarse con una época, con un artista, con una obra”. Ello no puede ser compulsivo, requiere su tiempo, lo que no significa que haya que esperar pasivamente hasta que venga la iluminación. Se pueden desarrollar procedimientos de investigación que estimulen y aceleren el proceso de maduración. En el caso de Reverón existen los diversos procedimientos comparativos (la taxonomía picasiana) o la confrontación con otras producciones artísticas de idéntico marco histórico y geográfico. Esta última revela una búsqueda común de Armando Reverón, algunos miembros del Círculo de Bellas Artes y de la posterior Escuela de Caracas: la búsqueda de la luz. No obstante, la luz en Reverón es la luz del trópico, nuestra luz, sencillamente; la luz de la Escuela de Caracas es la luz del paisaje nacional, como complemento y no como tema.
III.- LA LUZ COMO IDENTIDAD
El núcleo fundamental de las relaciones entre las artes plásticas españolas y americanas se encuentra, a pesar de su aparente claridad formal, en su misma y estricta complejidad de fondo. España trató por todos los medios posibles de implantar en sus reinos de Indias la práctica artística europea, de la que formaba parte, pero dotándola, como resulta obvio, de sus singularidades más concretas. Halló en ultramar una gran diversidad de culturas artísticas, que muchas veces trató de silenciar y otras de asimilar de alguna forma, lo cual no le resultaba difícil por estar acostumbrada a hacerlo en su belicosa convivencia con los musulmanes. Y ello lo realizó en función de dos importantes coordenadas históricas entonces totalmente independientes, heredadas de ese pasado medieval: la religiosa y la eminentemente política, que a su vez también se entrecruzaban. Había que transculturizar todo el complejo universo del catolicismo en un momento de debates y guerras espirituales en Europa con su lenguaje artístico singularmente didáctico. Era necesario, asimismo, establecer en aquellas tierras lejanas una monarquía portadora de unas peculiares formas de representación cortesana, entonces muy novedosas.
En tal marco, Venezuela, al igual que cada región americana, se caracteriza por sus particularidades. Particularidades que emiten diferencias y, por ende, el carácter personal de una individualidad geográfica y cultural. Todo se inserta en lo que muy bien se puede catalogar una situación ex-céntrica. Todo se desenvuelve en las orillas, sin marginar ninguno de los sentidos que éstas tienen: margen, filo, límite, periferia, borde, provincia. Las orillas son un espacio imaginario, americano, que se contrapone como espejo infiel a la madre patria. El arte venezolano de la colonia está inscrito en el límite, y es allí donde cobra sentido, donde se le reconoce y se le cifra. En él se captan resultados propios de un puzzle, pues priman operaciones de recorte, mezcla y transformación.
De estos hechos se pudo prescindir en Venezuela sólo en el siglo XX, en la plástica, con el aporte de la Escuela de Caracas, en la arquitectura, con las construcciones de Villanueva. La propuesta de Bayón resulta significativa para la arquitectura: existe en el mundo hispanoamericano “una voluntad de forma que juega con plena lucidez y conciencia con la ‘caja vacía’ de una arquitectura en la que predominan ciertas normas de severidad y el triunfo irresistible del ángulo recto” . Lo mismo para la plástica. Voluntad de forma. Voluntad que, al igual que orillas, implica unos equivalentes: brío, energía, arresto, arrojo, atrevimiento, arranque, ardor, carácter.
El tratamiento de la luz tropical, nacional, en el siglo XX, el énfasis que de ella hace Reverón, corona un proceso harto largo. Pues, incluso y contrario a lo que se cree, doscientos años antes el empuje mercantil, el arribo y permanencia de una clase social rica, refinada e influyente, acarrea en Venezuela indisolublemente la puesta en escena no de una pintura religiosa o mitológica, sino de una pintura “social” en la forma y código del retrato. El retrato en el siglo XVIII, si bien atiende a un sistema de representación codificado donde intervienen elementos como la tarja, el blasón de familia, el cortinaje, los símbolos de estatus, etc., es la muestra más evidente de creación local. Entiéndase esto en cuanto al traslado al lienzo de un modelo de carne, no de cuadros y programas iconográficos accedidos por estampas, ilustraciones de libros o grabados como hasta entonces se había estado haciendo. Ésta forma es antecedente directo de producciones originales –independientemente de que hayan sido fruto del encargo- como la Virgen de Nuestra Señora de Caracas o la Inmaculada Concepción de la Sala Capitular de la Catedral de Caracas, ambas de los Landaeta. No es un afán nacionalista, pero aún allí donde el artista se atiene al modelo, logra expresar su personalidad en base a la libertad creadora del color, como en Juan Pedro López.
Imposible negar que en Venezuela paulatinamente se abre paso una personalidad expresiva en las artes. Pues, por la permanencia y desarrollo de la sociedad y su economía, comienza a existir un control y un entendimiento de las formas que se reproducen. De la incapacidad se pasa a la pericia, de la pericia a la actividad sensible. El arte se sigue manteniendo en la periferia, en la orilla, porque es allí donde se produce y es lo que le da sentido.
Comprendemos que las diferencias básicas respecto a Europa, y que se transmutan en la paradoja de la identidad, son: 1) desde la colonia, el latinoamericano a experimentado su deseo de posesión de lo que es del otro, del colono, pero que es suyo; 2) la herencia colonial y los resultados de las campañas independentistas, en vez de dar una identificación al latinoamericano, lo han escindido: el hombre poscolonial, cuando comenzó a buscar su historia, no lo hizo a partir de la autorreflexión en el espejo de la naturaleza humana, es decir, de la filosofía, sino a partir de la mirada antropológica, estudiándose a sí mismo como si fuera el otro. Desde aquí parte la curiosa relación identidad-tradición, la cual ha promovido el establecimiento de tres respuestas a la aculturación: no resistencia a lo foráneo, resistencia a lo foráneo, unión de lo foráneo con lo nacional. Esta relación debe hacernos escépticos frente al problema de la identidad a la hora de llevarlo a la expresión artística; incluso antes de la globalización. La unión identidad-tradición, en el arte, forma un simulacro, una mera apariencia. Se pueden repetir los códigos, nacionales e internacionales, sin dar cabida al contrasentido. Para aceptarlo, se tendría que comprender, y se comprende, que el artista, latinoamericano o no, trabaja con una re-fundación de columnas, de soportes encontrados en los anaqueles, en los museos, en las cabezas de otros, allí donde se desenvuelven los materiales intelectuales ajenos. No implica una versión contemporánea del palacio doblemente soñado, primero por Kublai Khan y, siglos después, por Coleridge. Sí, en cambio, una prueba material de aquello que Borges llegó a percibir como patrimonio en el Escritor argentino y la tradición, susceptible de ser resumido por un único sustantivo: el universo. Es de entender. Con el dominio heredado de sus ascendientes, el escritor, el artista, nutre, sin devoción, cada una de sus construcciones y piensa que toda literatura, que todo arte, ha de adquirir capacidad de fagocito, ha de ser –a veces resulta inevitable recurrir a Perogrullo- literatura a base de toda literatura, arte a base de todo arte. Lejos la vía de la asimilación parasitaria; el escritor, el artista, a fuerza de transformar, destruye en pro de una obra previamente planeada.
Con estas consideraciones es sencillo ver la tarea ardua a la que se dio Reverón en su búsqueda de la luz del trópico. Deslastrándose de las convenciones del Realismo y de sus contemporáneos, del impresionismo, haciendo, no obstante, uso de éste, realizó su propio periplo, en el que acentuó con especial vigor la definición de las formas y la rotundidad de los volúmenes, en el que indefinió , en sugerentes elipsis icónicas, los entes representados, difuminando siluetas, volúmenes, detalles, colores, luces, relaciones topológicas, diluyéndolos en vaporosas neblinas luminosas y disolviendo toda la composición en evanescencias fantasmales, lindantes con la casi desaparición de la imagen. Gracias a ello Reverón es hoy, a más de once décadas de su nacimiento, parte fundamental del universo artístico que manipulan los creadores venezolanos.
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