DIDEROT: LA CRÍTICA DE ARTE Y LA MORAL


La reacción que inicia Watteau contra el clasicismo oficial de la Academia Francesa y la obra, posterior, de Boucher nos alejan en Francia cada vez más de aquel concepto definido por Bellori (Le vite de pittori, scultori ed architetti moderni, 1672), Félibien (Entreticus sur les vies et les ourrages des plus excellents peintres anciens et modernes, 1666-85) y Poussin, el cual atañe por completo a la estética académica, que “puede resumirse recordando la doble inspiración de la estética helénica: la verosimilitud y la belleza” (Richard, 1972, p. 28). En consecuencia, se expresa, al tiempo de tal reacción, la crisis que sufre la noción de lo Bello en el conjunto de todas las artes y en especial las plásticas. Para mediados del siglo XVIII la obra de Boucher, por ejemplo, se encuentra totalmente dominada por un sentimentalismo erótico que busca satisfacer la indulgencia de su público en el placer visual de los sentidos. Dentro de este ambiente, el criticismo del arte determina la experiencia artística como la mera causa de juicios referidos a la belleza en el sentido de “delicadeza” y “exquisitez”, esto es, belleza como un ejemplo de las maneras pálidas y sutilmente sensuales de la Francia de fines del Antiguo Régimen.

Así, el arte Rococó se vuelve vacío, dominado por su propia afectación superficial y, para algunas mentes de la época, su carencia de significado conduce a un callejón sin salida (Ivanisserich, 1979, p. 50).

Diderot es una de esas mentes.

Desde los años de 1750 él –como muchos otros- inicia una tendencia entre los críticos de arte y literatura que se opone al Rococó, expresando una nueva preocupación por la moral dentro de la literatura y las bellas artes, que viene paralelamente acompañada por una revaluación de la verdad contenida en lo “natural” como opuesto a lo “artificial” (Ivanisserich, 1979, p. 50).

No obstante, debe tenerse presente que, a pesar de esta actitud, Diderot y sus contemporáneos crecen dentro del medio ambiente del Rococó; más aún, su propia formación intelectual comparte los cánones del gusto que son producto de aquello que ahora rechazan. La reacción y lucha de Diderot por una nueva interpretación y revitalización de la herencia de la Antigüedad Clásica emerge desde dentro del Rococó mismo. Pues, se sabe, el siglo XVIII separó moral y religión, dando “origen a la nueva expresión de ‘moral natural’” (Richard, 1972, p. 21).
Richard (1972, pp. 21-22) ha dado mayor importancia a la relación Diderot-Greuze que Venturi (1982, pp. 153-154), quien valora más la relación Diderot-Chardin. Para ambos autores, las razones son válidas: el principio que Diderot reconoce en Greuze es el de un género pictórico, la pintura moral, mientras que el que admira en Chardin es el del color.
Ya para el Salón de 1765 y a propósito de Chardin, Diderot escribió:

Éste es un pintor; éste es un verdadero colorista. Nada hay que entender ante este tipo de magia. En sus cuadros hay una serie de capas espesas de colores puestos unos sobre otros, en los que el efecto transpira del interior al exterior (en Venturi, 1982, p. 153).

Sin embargo, ¿qué identifica el carácter moral que Diderot, en el ejercicio de la crítica, determina en Greuze? Richard (1972) señala que el género que Diderot alentó en Greuze tenía precursores, como “los autores de almanaques de los Países Bajos, los pintores flamencos y holandeses que cultivaron el ‘costumbrismo’ anecdótico durante el siglo XVII”. Se trataba de un “alegre realismo” al que Greuze sustituyó “por una manera teatral, retórica y lacrimosa” a partir de 1755 con el lienzo Un padre lee la Biblia a sus hijos (p. 21). Piénsese en el título y repárese en la idea que rige el escrito de Diderot de 1745, Ensayo sobre el mérito y la virtud, donde uno de los aspectos más interesantes es la estrecha relación que se propone entre virtud y belleza. Se lee: “El amor de la virtud no es en sí mismo más que un amor del orden, de las proporciones y de la armonía en las costumbres y en la conducta” (en Ivanissevich, 1979, p. 50). En tal sentido, la mente discierne lo vil de lo bello en ideas referidas a acciones, pasiones, temperamentos y costumbres, igual a como el ojo percibe relaciones armónicas o desproporcionadas en figuras.
Obviamente existe una conexión intrínseca entre virtud y belleza, la cual reaparecerá posteriormente en el Ensayo sobre la pintura (1765) y que, también, será tratada en los Salones (1759-1781). Cabe la pregunta: ¿qué significa aquí armonía y proporción de lo moral? Ivanissevich responde a partir del Ensayo sobre el mérito y la virtud: “La naturaleza atractivamente compulsiva de la virtud se traduce en un amor a la verdad en el reino de la moral que garantiza la felicidad” (1979, pp. 58-59). Así, cuando Diderot aconseja, en el Ensayo sobre la pintura, “hacer amable la virtud, odioso el vicio, notable el ridículo, he aquí el propósito de todo hombre de bien que toma la pluma, el pincel o el cincel” (en Richard, 1972, p. 22), se comprende inmediatamente que ese “hacer” no se refiere a un cierto grado de realismo sino al modelo de virtud que los seres humanos deben imitar, esto es: las virtudes de la forma de vida modesta y contenida de la clase media. Se trata de la relación entre belleza y moral en el arte y el valor educativo que ello implica.
De esta manera, el artista contribuye a una sociedad mejor, pero su contribución obedece al programa que previamente ha asentado el crítico y no será, tampoco, exitosa si el espectador no es capaz de ver lo que la pintura pretende mostrar. Aparece, entonces, el rol crucial que compete al crítico. Tal y como propone D’Alembert en la “Introducción a la Enciclopedia”, Diderot pone en claro la necesidad de enseñar al público a “leer” un cuadro, para que el conocimiento de la belleza en la naturaleza y en la moral pueda ser accesible a todos.
La afirmación de Diderot

Este Greuze es verdaderamente mi hombre... En primer lugar, me agrada el género; es la pintura moral. ¡Vaya! ¿Acaso el pincel no se ha consagrado bastante y por demasiado tiempo al libertinaje y al vicio? ¿No debemos sentirnos satisfechos de verlo colaborar al fin con la poesía dramática para conmovernos, instruirnos, corregirnos, incitándonos a la virtud? ¡Valor, amigo Greuze, moralidad con la pintura y hacedlo siempre como en el presente! (en Richard, 1972, pp. 21-22),

marca una doble relación entre el crítico (-pensador) y el artista, en donde el primero asienta el programa a completar por el segundo, a la vez que también enseña al público a comprender el significado de aquello que el artista produce. En consecuencia, resulta obvio que una relación semejante nunca, absolutamente nunca, podría haberse dado fuera del contexto de una significación educativa del arte.

NOTAS
1 Al contrario de lo que se pudiera creer, estos conceptos no se contraponen.
2 No es de extrañar. Ya Rousseau había iniciado Las confesiones aclarando: “Quiero mostrar a mis semejantes a un hombre en su verdadera naturaleza...” (1947, p. 5).


REFERENCIAS BIBLIOHEMEROGRAFICAS

Bauer, H. (1980). Historiografía del arte. Introducción crítica al estudio de la Historia del Arte. Madrid: Taurus.

Ivanissevich, I. J. (1979). La cuestión del arte en Diderot. Eco, XXXVII (211), 46-66.

Richard, A. (1972). La crítica de arte (2ª ed.). Buenos Aires: EUDEBA.

Rousseau, J. J. (1947). Las confesiones. Buenos Aires: Sopena.

Venturi, L. (1982). Historia de la crítica de arte (2ª ed.). Barcelona: Gustavo Gili.
Posted on 7:33 a.m. by Musa Ammar Majad and filed under , , | 1 Comments »

1 comentarios:

Anónimo dijo... @ 9 de enero de 2010, 12:23 p.m.

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